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23 de julio de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo XXXVII)

Sobre el pecho de la Delfina habían colocado un escapulario y un rosario de cuentas. Debajo, el viejo dormán de color rojo irrumpía con un apagado fulgor entre las rosas que una mano piadosa había depositado sobre el pecho de la mujer.

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por:
Juan Basterra

Dieciocho años después de la muerte de Ramírez, un pequeño convoy fúnebre atravesaba la calle principal de Arroyo de la China. Un monaguillo hacía resonar el tono agudo de la campanilla bajo la mirada severa del clérigo que despediría los restos de la Delfina. Sólo cuatro vecinos acompañaban el tránsito del pequeño cajón. Desde algunas ventanas asomaban los rostros curiosos de los pobladores. Algunos rezaban la oración para el buen descanso de la difunta.

Apenas unas horas antes, algunos vecinos compasivos habían colocado el cuerpo -al que asistía una levedad del aire- dentro del féretro. El pelo ya no era corto ni fulgurante, pero un gesto de abandonado descanso embellecía las facciones, que la muerte, en un postrer esfuerzo, matizaría de un blanco azulino.

Sobre el pecho de la Delfina habían colocado un escapulario y un rosario de cuentas. Debajo, el viejo dormán de color rojo irrumpía con un apagado fulgor entre las rosas que una mano piadosa había depositado sobre el pecho de la mujer.

Como un ídolo silencioso e inmóvil, Norberta Calvento observaba la procesión. Había esperado ese momento todos los días de los últimos dieciocho años. Lo había llenado de previsiones, poblándolo con el odio desvaído de jornadas insípidas y sin sol, y había rezado a cada uno de sus santos intercesores, prometiendo a cambio de sus preces el sacrificio de una vida entregada a la caridad y el ayuno. Era el momento esperado por siempre, que redimiría una existencia monótona de donde había huido hasta la misma noción del amor.

Era una tarde anodina de junio de 1839. Norberta se sorprendió: de la visión del paso de la pequeña procesión surgía una débil bruma que difuminaba cada uno de los objetos situados en el semicírculo de su campo visual, haciéndolos parecer preciosos e inofensivos. En el cajón de madera pulsado por cuatro hombres, no iba su enemiga -comprendió en ese momento-, sino una mujer como ella misma, perecedera e inerme. Los humildes acompañantes del cortejo se convertían en cosas sujetas “a natura” y, como la muerta, cercanos al polvo y al olvido. La tarde misma, le recordaba los viejos sermones leídos alguna vez en un libro del “Meister” Eckhart -que su viejo confesor le había regalado durante su fiesta de compromiso- y no la antesala de las sombras nocturnas enemigas del santo reposo.

Miró entonces el antiguo retrato de Ramírez, que le pareció tan viejo como el recuerdo de su amor, cerró la ventana que saludaba a la tarde que moría con el rechinar de sus goznes vencidos, vio a través del vidrio las últimas nubes fugitivas que se perdían para siempre en la sucesión vertiginosa de los días, recogió unos claveles exangües del gran vaso azul que coronaba la mesa principal, y poniéndose una chalina sobre los hombros vencidos salió a la calle para seguir el cortejo y despedir con un último adiós a la Delfina. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, La cabeza de Ramírez

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