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30 de julio de 2021 | Historia

(1999-2001)

El gobierno de Fernando de la Rúa: El neoliberalismo moralizante

Las elecciones presidenciales del 24 de octubre de 1999 permitieron consagrar la fórmula presidencial de la Alianza, compuesta por Fernando De la Rúa y Carlos “Chacho” Álvarez.

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por:
Alberto Lettieri

Las expectativas iniciales no eran demasiado favorables. La deuda externa había escalado hasta los 146.219 millones de dólares y los vencimientos del año siguiente alcanzaban los 25 mil millones. El desempleo estaba en el orden del 14 por ciento, la pobreza rondaba el 30, el déficit fiscal era elevadísimo y el PBI estaba en picada. Pese al pretendido “achicamiento del estado”, el gasto público había aumentado casi un 42 por ciento entre 1991 y 1999, pasando de 68.815 millones a 97.594. Estos indicadores expresaban los resultados del menemismo.

El país tenía graves problemas en materia educativa y sanitaria. La dirigencia política tenía una imagen pública muy negativa. Además, las condiciones de ejercicio del gobierno no eran sólidas. La Cámara de Senadores y la mayoría de las provincias estaban en manos del PJ, muchas de ellas al borde de la cesación de pagos. Las desavenencias al interior de la Alianza habían comenzado antes del acto electoral y, aunque existía cierta cordialidad entre De la Rúa y Álvarez, quedaba en claro que las diferencias entre ambos resultaban determinantes: en tanto el presidente expresaba al antiperonismo, el vicepresidente representaba al peronismo militante de los 70. La Alianza no contaba con un sólido consenso programático más allá de la oposición a la reelección de Carlos Menem, y Menem ya había sido derrotado.

La Alianza había generado grandes expectativas en la sociedad, aunque no quedó muy en claro por qué razones: De la Rúa había prometido mantener la convertibilidad, argumento decisivo para atraer el sufragio de las clases medias, preocupadas en mantener la fantasía de los elevados estándares de consumo, aunque ello significase hipotecar el futuro de la Nación.

Llamativamente, sus críticas al menemismo no se centraban en su política de privatizaciones, de convertibilidad y de ajuste –que ante todo afectaban a las clases subalternas y a los “nuevos pobres”–, sino en la corrupción de sus prácticas, pasando por alto que todas se habían retroalimentado. Por el contrario, quien había puesto en duda la continuidad de la convertibilidad había sido Eduardo Duhalde, y el núcleo duro de sus votantes podía reconocerse entre los más castigados por el ajuste. Paradójicamente, en lo referido a la propuesta económica, la Alianza oficiaba como heredera del menemismo, mientras que el PJ parecía decidido a liquidarlo.

Esto era así a tal punto, que el ministro de Economía de De la Rúa, José Luis Machinea, era partícipe de los lineamientos doctrinarios de Cavallo y maestro en fogonear las privatizaciones como funcionario de Alfonsín. Por si fuera poco, su gabinete incluía a otros dos fundamentalistas del mercado: Adalberto Rodríguez Giavarini y Ricardo López Murphy. Por eso no sorprendió que Machinea intentara apagar el incendio echando más leña al fuego y que, en lugar de buscar una salida a la inminente crisis a través de la producción, tomara nuevas medidas monetaristas, como el denominado “blindaje financiero”, que significó la renegociación de los vencimientos de unos 40 mil millones de dólares para poder conservar la convertibilidad.

Más tarde, implementó el consabido ajuste, promoviendo los “retiros voluntarios” en el ámbito del estado, al costo de solicitar nuevos préstamos al Banco Mundial, e impuso nuevos recortes a sueldos, jubilaciones y salud pública, y hasta intentó cerrar la agencia de noticias Télam. La única iniciativa productiva de Machinea consistió en el lanzamiento de un Plan de Infraestructura por 20 mil millones de dólares, que nunca fue llevado a la práctica, por “razones presupuestarias”.

El próximo paso de la política de ajuste consistió en la elaboración de un proyecto de reforma laboral, que provocó un escándalo en marzo de 2000, cuando el sindicalista Hugo Moyano denunció que el ministro de Trabajo, Alberto Flamarique, había comentado a un grupo de dirigentes gremiales que disponía de una tarjeta “Banelco” para conseguir que los senadores del PJ le dieran su aprobación.

De la Rúa, con inusual rapidez, salió a desmentir esa afirmación y la opinión pública pareció satisfecha, habida cuenta de la tendencia de Moyano a realizar declaraciones efectistas. Sin embargo, cuando el proyecto de reforma parecía retirado de la agenda, el 26 de abril de 2000 varios senadores del PJ dieron quórum y votaron afirmativamente la media sanción de la ley, que habilitó la firma de convenios laborales por empresa, en reemplazo de las convenciones colectivas de trabajo, lo cual debilitó la capacidad de negociación de los trabajadores y provocó un nuevo retroceso en sus niveles salariales y condiciones de trabajo. Pocos días después, el 11 de mayo, Diputados le dio aprobación definitiva.

El vicepresidente Chacho Álvarez demostró públicamente su desagrado con lo sucedido, y le solicitó a De la Rúa que los actores sospechados abandonasen sus cargos para preservar la imagen de la Alianza. De la Rúa, sin embargo, desestimó el planteo de su vice, quien optó por renunciar al cargo el 6 de octubre de 2000.

Aunque De la Rúa aseguró que no había crisis y que mantendría su gabinete, pocos días después fueron removidos varios funcionarios procedentes del Frepaso y del alfonsinismo, como Rodolfo Terragno, Nicolás Gallo, Ricardo Gil Lavedra, Juan José Llach y Alberto Flamarique. Para marzo de 2001, la ruptura se completó con el alejamiento de los ministros Federico Storani (Interior), Graciela Fernández Meijide (Acción Social) y José Luis Machinea (Economía), en disconformidad con el rumbo de la gestión. El nuevo gabinete expresó así al delarruismo en estado puro.

Octubre de 2000 marcó el inicio del declive sin retorno de De la Rúa. La renuncia de Álvarez había colocado como número dos y eventual reemplazo presidencial al senador del PJ Ramón Puerta, en tanto que el Frepaso, con Aníbal Ibarra, había reemplazado al radicalismo en el gobierno de la CABA. Para peor, la economía se hundía y la protesta social se incrementaba.

El reemplazo de Machinea por Ricardo López Murphy, en marzo de 2001, significó un nuevo impacto para la autoridad presidencial. El nuevo ministro expresaba la ortodoxia liberal más radicalizada, e inmediatamente anunció un duro recorte sobre áreas tan sensibles como la salud y la educación. El repudio fue general, incluido el Frepaso –Graciela Fernández Meijide se alejó del ministerio de Acción Social– y los sectores más progresistas de la UCR. Al cabo de dieciséis días el Ministro debió renunciar y su proyecto quedó archivado.

De la Rúa no tenía ya candidato de recambio ni plan político. Ante la presión del establishment designó a Domingo Cavallo, otorgándole plena libertad para implementar las políticas que demandaba el mercado. Nueve días después de su asunción, el Congreso Nacional le otorgó una serie de facultades extraordinarias, denominadas “superpoderes”. Cavallo insistió con su tradicional arsenal de medidas, que paradójicamente eran las que habían producido la crisis. Entre otras, disminuyó la carga impositiva sobre las empresas e implementó el impuesto a los débitos, que se aplicaba sobre los precios finales. Ante su fracaso, en julio lanzó un programa recesivo de “déficit cero”, que a duras penas fue aprobado en el Congreso.

En noviembre implementó el llamado “megacanje”, una pésima renegociación que incrementó la deuda externa, que trepó a 180 mil millones de dólares. Fiel a su estilo, rechazó las sugerencias a favor de una salida ordenada de la convertibilidad y presentó lo que denominó “efecto empalme”. Este anuncio tuvo un aspecto tragicómico cuando De la Rúa, al querer explicarlo, terminó por evidenciar que no sabía de qué se trataba ni cómo iba a funcionar. Dicho “efecto empalme” consistía en incorporar el euro a la convertibilidad mediante un mix con el dólar, pero previamente las cotizaciones debían igualarse, ya que por entonces la paridad era de 1 euro por 0,80 centavos de dólar.

El deterioro de la institucionalidad política fue estimulado por los medios de comunicación. En ocasión de las elecciones legislativas de 2001, Clarín instó al ejercicio del denominado “voto bronca”, por medio de la anulación del sufragio o la inasistencia electoral. La mayoría de los medios le sirvió como caja de resonancia, ya que competían entre sí para ver quién sugería la leyenda más ingeniosa para introducir en los sobres electorales: “Todos prometen. Nadie cumple. Vote a Nadie”; “Vote a Clemente: a lo mejor no roba porque no tiene manos”; “Vote a las prostitutas: votar a sus hijos no dio resultado”.

La campaña del “voto bronca” alcanzó un éxito de proporciones, a la luz de los resultados electorales. A nivel nacional, la opción más votada fue la negación de la política, ya que el 42,67 por ciento del padrón electoral (10,3 millones de ciudadanos) no asistió, votó en blanco o anuló su voto. Los partidos políticos perdieron 4,4 millones de votos en relación con la elección anterior. La Alianza perdió casi 6 millones de votos entre 1999 y 2001 –de 9.167.404 a 3.250.396–, en tanto el PJ resignó 2 millones –de 7.254.147 a 5.267.136.

Sin embargo, aun cuando la Alianza y el PJ habían perdido un importante caudal de votos, la merma no había sido equivalente ni tenía consecuencias similares. Para la Alianza, el colapso electoral significaba la pérdida de la mayoría en Diputados, una masiva desaprobación social de la gestión presidencial y un veto a las políticas desarrolladas hasta entonces. El PJ, en cambio, había conseguido retener la Cámara de Senadores y alcanzar la mayoría en Diputados, lo que le asignó un papel protagónico para la segunda mitad del mandato de De la Rúa.

En particular, algunos actores eran los ganadores netos de la jornada electoral. En principio, los candidatos del PJ considerados como presidenciables, que habían conseguido revalidar su condición con excelentes resultados: José de la Sota, Carlos Reutemann, Carlos Ruckauf y Néstor Kirchner. Sin embargo, el gran vencedor de la elección había sido Eduardo Duhalde, quien, luego de su derrota presidencial y sin contar con el respaldo del gobernador Ruckauf, había obtenido 1.900.000 sufragios, 300 mil más que el voto bronca y casi 650 mil más que su competidor, Raúl Alfonsín.

La campaña del voto bronca había conseguido que los indecisos y los independientes se autoexcluyeran de la elección, beneficiando a quienes ejercían el control de un aparato gubernamental o partidario. Clarín había propiciado la resurrección política de Duhalde

Mientras que la situación económica y social se derrumbaba, el gobierno de De la Rúa se encontraba sumido en una especie de autismo, sin atinar a reaccionar. El único que demostraba iniciativa era el superministro Cavallo, pero sus medidas solo profundizaban la debacle. El malestar social iba en aumento: los ingresos de jubilados y empleados públicos habían sufrido un recorte del 13 por ciento, en muchas localidades se pagaban los sueldos en bonos con escaso valor de compra y el empleo informal se extendía favorecido por las leyes laborales y la tolerancia de las autoridades.

Los ahorristas empezaron a retirar sus depósitos en divisas ante el temor a una devaluación, conducta que el ministro trató de contener haciendo aprobar, el 29 de agosto, una “Ley de Intangibilidad” que garantizaba que los depósitos estarían protegidos de cualquier intromisión estatal. Nadie le creyó. Su credibilidad se había esfumado. Entonces, el 1 de diciembre, Cavallo instrumentó el “corralito”, autorizando a retirar un tope de $ 250 semanales de las cuentas bancarias. También prohibió el envío de divisas al exterior para preservar la menguante base que sostenía la convertibilidad. La decisión llegaba tarde: los grandes tenedores se le habían adelantado, alertados por “filtraciones”. Para peor, la medida recibió la sanción del FMI, que retuvo los 1.260 millones de dólares que quedaban pendientes del megacanje.

Los piquetes y manifestaciones de desocupados y trabajadores se volvieron cotidianos. A esto se agregó la rebeldía en los sectores medios, perjudicados por las últimas medidas bancarias adoptadas. Ante la profundización de la crisis económica y social, el oligopolio Clarín y los grandes medios de comunicación profundizaron su discurso destituyente y se aplicaron a ridiculizar la ya desprestigiada figura del presidente, destacando su incapacidad y lentitud. La campaña parecía una remake de los tramos finales del gobierno de Illia. Al fin y al cabo, De la Rúa había llegado de su mano a Buenos Aires.

El paso siguiente fue la proliferación de saqueos a comercios, protagonizados por los sectores más humildes, en distintos puntos del país, acicateados por punteros y oportunistas. Muchos creyeron ver la mano encubierta del gobernador bonaerense, ya que el conurbano bonaerense se convirtió en el eje de un nuevo estallido social. Las angustiantes escenas del final del gobierno de Alfonsín se repetían en el epílogo de un nuevo gobierno de la UCR.

Desprovisto de todo apoyo partidario, De la Rúa dio una nueva muestra de su incapacidad política, decretando el estado de sitio el 19 de diciembre de 2001. La decisión fue tomada como una provocación, y la conflictividad se incrementó. Esa misma noche estalló una rebelión popular. Columnas de manifestantes provistos de cacerolas y militantes de la mayoría de las organizaciones partidarias marcharon a Plaza de Mayo para exigir su renuncia. Entonces, quien había pretendido presentarse como una especie de prócer de la institucionalidad y de los valores democráticos, cambió su piel, de carnero a lobo, y ordenó una brutal represión, que concluyó con un saldo de 35 muertos y multitud de heridos y detenidos.

Esa misma tarde, aislado y repudiado socialmente, De la Rúa presentó su renuncia y abandonó la Casa Rosada a bordo de un helicóptero. La imagen quedó grabada en la memoria colectiva de los argentinos, como paradigma del naufragio provocado por la aplicación inmoral del programa neoliberal. Habían transcurrido dos años y diez días de su asunción del gobierno. Para De la Rúa era el fin. En la calle, la sociedad argentina soportaba su propio infierno. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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