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13 de agosto de 2021 | Literatura

El supremo entrerriano

La cabeza de Ramírez (capítulo XL)

No volvió a abrir los ojos. El mundo estaba ya totalmente desvinculado de su conciencia. Ningún recuerdo, ninguna alarma, podrían volver a perturbar su descanso. Sobre su frente, y en la proximidad del santo óleo pusieron perfume de violetas; en sus manos, un ramo de claveles.

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por:
Juan Basterra

La tarde del 21 de noviembre de 1880, Norberta Calvento tuvo una visión. Estaba acostada con los ojos cerrados en la vieja cama de bronce que había pertenecido a sus padres. La siesta había sido trabajosa, sin sueños que la abreviasen ni previsiones en que pensar. El peso de sus noventa años, le pareció, era más apremiante que nunca.

Un dolor de cabeza persistente la hacía volverse a cada momento a una de las dos paredes laterales de la habitación, tapizadas con un viejo papel en el que estaban representadas entretejidas vides. De la calle llegaban los gritos de algunos niños. El olor persistente de las begonias inundaba la pieza. Abrió los ojos. Las débiles cataratas que comenzaban a velar las imágenes del mundo, no le impidieron ver una vieja iglesia, que no le recordaba ninguna de las conocidas. El sol del mediodía castigaba la columnata dórica que servía de antepalco al atrio. Una marea de personas endomingadas, entre las cuales le pareció reconocer a su padre, rodeaba a una joven vestida de novia. Era ella misma, estaba casi segura. No podía divisar, a pesar de todos sus esfuerzos, la figura de Francisco Ramírez. “Qué raro- pensó-. Seguramente debe estar buscando el caballo”.

Se reincorporó. El dolor era más intenso ahora. Bajó trabajosamente de la cama y se dirigió a la pieza vecina. Abrió el viejo ropero. Del fondo del último cajón sacó una de las prendas de su ajuar. Era un vestido blanco confeccionado con tela de brocado persa. Tuvo un vahído. “No veré la próxima mañana”, pensó. De la calle llegaba un ruido estridente. Trató de identificarlo y no pudo. Fue en ese momento que se derrumbó.

Dos horas después abrió los ojos. No reconoció a ninguno de los extraños -un sobrino, el médico y la criada- que rodeaban la cama.

-Déjenme sola -alcanzó a decir, antes de que entrara un hombre de altos ornamentos y mirada afable. Era su cura confesor.

-Norberta, hija mía -el religioso depositó los santos óleos sobre la mesa de luz-, hace mucho tiempo no te vemos por la parroquia. Mañana debes acompañarme. Se te extraña.

Norberta no contestó. Miraba la última luz del día entrar por la ventana. Un momento después escuchó unas palabras que, no podía saber, estaban dirigidas a ella misma. La voz casta del cura decía:

-Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.

No volvió a abrir los ojos. El mundo estaba ya totalmente desvinculado de su conciencia. Ningún recuerdo, ninguna alarma, podrían volver a perturbar su descanso. Sobre su frente, y en la proximidad del santo óleo pusieron perfume de violetas; en sus manos, un ramo de claveles.

Nunca más -sus rasgos reposados no decían otra cosa-, volvería a ser herida. (www.REALPOLITIK.com.ar


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Juan Basterra, La cabeza de Ramírez

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