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20 de agosto de 2021 | Historia

Preludio de la UCR

Yrigoyen y los “vicios” del “personalismo”

El acceso a la presidencia de Yrigoyen (1916-1922) significó la llegada al gobierno de la fracción mayoritaria de la UCR compuesta por sectores medios que por primera vez pudieron acceder a cargos políticos de relevancia.

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por:
Alberto Lettieri

La burocracia estatal se incrementó significativamente, con el fin de aumentar la presencia en el aparato estatal de los sectores sociales en ascenso, y se asignó un trato más considerado a los sindicatos de obreros criollos, que formaban parte de la base electoral del yrigoyenismo. En tal sentido, se impulsaron algunas leyes obreras, como la jornada laboral de 8 horas, y se asignó al ministerio de Trabajo la función de mediación en los conflictos sindicales que involucraran a
los trabajadores argentinos. Por el contrario, los inmigrantes no experimentaron mejora alguna en su situación.

De hecho, durante la gestión de Yrigoyen se registraron las peores masacres obreras que registra nuestra historia: la denominada Semana Trágica de 1919, en el sur de la ciudad de Buenos Aires, y la terrible represión y fusilamientos sufridos por los peones rurales en la Patagonia, que sumaron varios miles de asesinatos. Para finales del gobierno del “Peludo”– como le decían al líder radical, por su carácter poco sociable e introvertido–, el anarquismo había colapsado en nuestro país.

Yrigoyen accedió al gobierno en situación de minoría en el Congreso Nacional, compuesto en su mayoría por legisladores designados antes de la aplicación de la Ley Sáenz Peña. En la Cámara de Diputados solo cuarenta y cinco escaños eran ocupados por radicales, mientras la oposición sumaba setenta. La situación no era mejor en el Senado, donde los radicales contaban con cuatro bancas de un total de treinta.

Más allá de esta desventaja en el poder de decisión, Yrigoyen mantuvo una actitud antiacuerdista, poco proclive al diálogo y la negociación, no solo con los partidos tradicionales conservadores que controlaban el Senado, sino también con las nuevas fuerzas que adquirieron protagonismo a partir del voto secreto: el Partido Socialista y del Partido Demócrata Progresista.

Por el contrario, y para revertir el desequilibrio legislativo, Yrigoyen llevó adelante una sis-temática política de intervenciones a las provincias controladas por la oposición conservadora. Aplicando su argumento de que la UCR no era un partido político sino un movimiento de restauración ética, durante su gobierno realizó una aplicación generosa de las intervenciones federales por decreto, con el fin declarado de garantizar la emisión libre del voto en el orden nacional.

Yrigoyen sostenía que el desplazamiento de aquellas autoridades consideradas a su juicio como “espurias”, emergentes de acuerdos intraoligárquicos y no del voto popular, constituía un deber ético, cuyo cumplimiento emprendió sin contemplaciones. Fueron intervenidas las provincias de Mendoza, San Juan (tres veces), Salta, Jujuy y Tucumán. A Yrigoyen no le molestó la particularidad de que justamente la práctica de la intervención de provincias opositoras había sido instalada generosamente por el régimen oligárquico.

El “Peludo” apeló a un estilo de conducción personal y directa, que sería criticado severamente por sus opositores tanto dentro como fuera de la UCR. Paradójicamente, este accionar influenció a miles de seguidores, que dotaron a la Unión Cívica Radical de una doctrina y una mística particulares, traducidas en consignas y discursos donde el civismo y la institucionalidad –haciendo caso omiso de las intervenciones– se complementaron con el ejercicio soberano de las relaciones exteriores.

Si bien la gestión de Yrigoyen se inició con gran vitalidad y decisión para desarmar el andamiaje institucional conservador, a medida que pasaba el tiempo su conducción comenzó a evidenciar contradicciones y signos preocupantes de vacilación. Los conflictos al interior de la UCR se multiplicaron y la oposición fue adoptando una estrategia conspirativa y crecientemente agresiva, tratando de forzar la conclusión anticipada de la primera experiencia de gobierno popular en nuestro país.

Ante la creciente pérdida de iniciativa del gobierno, Lisandro de la Torre, líder del Partido Demócrata Progresista, afirmó que el radicalismo en el gobierno carecía de programas, ante lo cual Yrigoyen le respondió que su causa era la “reivindicadora o reparadora” de los vicios políticos y problemas administrativos que habían caracterizado a los gobiernos anteriores. De alguna manera, la respuesta de Yrigoyen parecía dar la razón al santafesino. 

El radicalismo, más allá de impulsar ciertos beneficios a las clases medias, no contaba con un programa económico alternativo al de la oligarquía. En sus discursos, los radicales señalaban orgullosamente que su programa era la Constitución Nacional, pareciendo desconocer que justamente esa Constitución era la expresión de un consenso oligárquico. Claramente, don Hipólito carecía de propuestas trasformadoras que excediesen una moderada redistribución de los ingresos y el empleo público entre su base electoral.

Y esto lo pagaría muy caro. Los dos últimos años de su gobierno fueron vacilantes y controvertidos, y el fuego de la prensa oligárquica se ensañó con su figura, a punto tal que a duras penas consiguió terminar su período presidencial, no sin antes decidir que su sucesor sería alguien que no generaba ninguna clase de reticencia dentro del patriciado argentino: Marcelo T. de Alvear. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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