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10 de diciembre de 2021 | Historia

(1874-1880)

La presidencia de Nicolás Avellaneda

En 1874, un nuevo fraude electoral permitió la victoria de la fórmula Avellaneda-Acosta, patrocinada por el Presidente Domingo F. Sarmiento.

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por:
Alberto Lettieri

Como consecuencia de su doble derrota en las elecciones nacionales y provinciales de ese año, el mitrismo había quedado prácticamente excluido de toda representación institucional. Bartolomé Mitre arengó entonces a sus seguidores, instándolos a defender la vigencia de la Constitución por medio de una revolución. Así, el gestor del estado liberal oligárquico reconocía que su obra se le había escapado de las manos.

Sin embargo, la Revolución de Septiembre de 1874 fue derrotada con facilidad, debido a su mala organización y a la decisión de Mitre de reducirla a una simple protesta cívica, por lo que no dudó en rendirse en el primer enfrentamiento armado. Pese a ello, sus periódicos más importantes, La Nación y La Prensa, fueron clausurados, y muchos revolucionarios, condenados a penas de reclusión o destinados a la frontera.

La debilidad del mitrismo no favoreció el fortalecimiento de su adversario tradicional, el alsinismo, ya que la juventud partidaria, liderada por Aristóbulo del Valle y Leandro Alem, exigió una mayor participación institucional, que no tardó en conseguir al demostrar una llamativa habilidad en la práctica del fraude. Los jóvenes autonomistas –entre los que también se contaban Miguel Cané, Carlos Pellegrini y Lucio Vicente López– reconocían el liderazgo moral e intelectual de Vicente Fidel López, su profesor en la Universidad de Buenos Aires, y adoptaron su pensamiento proteccionista.

Este incremento del papel de la juventud del autonomismo, así como el temor a un nuevo levantamiento mitrista, crearon las condiciones para el impulso de un entendimiento político entre Alsina, Mitre, Avellaneda y el gobernador porteño Carlos Casares. Se trataba de un acuerdo electoral, con el fin de permitir la reinserción del mitrismo en las instituciones legislativas. La negociación, promovida por la prensa oligárquica –La Nación, La Prensa y La Tribuna–, se cerró en torno a la presentación de listas mixtas compuestas por autonomistas y mitristas, y la postulación de Carlos Tejedor como candidato a go-bernador. Los jóvenes autonomistas se opusieron desde El Nacional a ese contubernio que los dejaba de lado, y formaron el Partido Republicano, levantando como candidato a Aristóbulo del Valle.

La Conciliación no consiguió extenderse más allá de la provincia de Buenos Aires. Tampoco la victoria de Tejedor garantizó la paz. A fines de 1877 falleció Adolfo Alsina y poco después, al asumir la gobernación de Buenos Aires, Tejedor le recordó al presidente Avellaneda su condición de “huésped” porteño, provocando una gran conmoción a nivel nacional. Muchas voces reclamaron la resolución de la cuestión de la capital, concretando la federalización de Buenos Aires. Una feroz disputa se inició por la herencia del liderazgo dejado vacante por Alsina. El inminente recambio presidencial alentó un nuevo levantamiento porteño, encabezado por el gobernador Tejedor. Sería en vano. El desequilibrio entre las fuerzas que podía reclutar una provincia y el profesionalizado Ejército nacional no podía remontarse. Quedaba claro que en el proceso de creación del estado nacional la institución más fortalecida había sido el Ejército.

Durante la gestión de Avellaneda, se sancionaron dos leyes significativas, de Inmigración y de Universidades, para la consolidación del proyecto liberal-oligárquico dependiente. La Ley de Inmigración facilitó la radicación en el país de millones de europeos, aunque de características muy diferentes de las recomendadas por Alberdi y Sarmiento. En lugar de familias protestantes, alfabetizadas, con hábitos de trabajo y de ahorro, y procedentes del norte de Europa, llegaron al país inmigrantes provenientes del sur europeo, fundamentalmente italianos, analfabetos en su mayoría y casi exclusivamente hombres.

Dos razones contribuían a eso: la disminución del excedente poblacional del norte europeo, ubicado ya en el Canadá, Australia y los Estados Unidos y la falta de oportunidades de acceso a la tierra, monopolizada por la oligarquía terrateniente. La Argentina solo era atractiva para aquellos que escapaban del hambre y de la miseria.

Durante la gestión de Avellaneda se produjo la conclusión del proceso de apropiación oligopólica de la tierra por parte de la oligarquía pampeana. Para esto, se intentó resolver la denominada “cuestión indígena” mediante dos estrategias: el levantamiento de fortines y el cavado de una gigantesca zanja, o Zanja de Alsina, en referencia a su promotor, por entonces ministro de Guerra, Adolfo Alsina. El proyecto fue un fracaso total y se probó entonces el plan del general Julio Argentino Roca: el exterminio de las comunidades afincadas en el sur argentino, inspirándose en la estrategia de Rosas, aunque despojada de sus aspectos de negociación.

La “Campaña del Desierto”, es decir, para convertir al sur argentino en un desierto a ser repartido entre familias privilegiadas de la oligarquía, incluyó el aprestamiento y la acción coordinada de varias columnas militares, acompañadas por unas pocas decenas de indios aliados que participaron de la lucha y sirvieron como guías. El accionar del Ejército nacional fue brutal y provocó un verdadero genocidio.

La Memoria del Departamento de Guerra y Marina de 1879 consigna que se tomaron prisioneros cinco caciques principales, uno fue asesinado, se apresaron 1.271 indígenas de lanza y murieron 1.313 de igual condición, en tanto fueron apresados 10.513 “indios de chusma” y 1.049 fueron reducidos. Las estimaciones extraoficiales hablan de alrededor de 20 mil nativos muertos, en tanto el resto fue reducido a reservas o reubicado fuera de sus tierras. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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