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4 de febrero de 2022 | Historia

(1919-1939)

EE.UU. y Latinoamérica en el período de entreguerras

A consecuencia de la Gran Guerra, la posición de América Latina frente a los EE.UU. se debilitó aún más. En efecto, si bien hasta entonces la penetración económica estadounidense en la región del Caribe había sido muy considerable, Inglaterra y Alemania habían retenido una porción fundamental del comercio exterior de la América del Sur.

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por:
Alberto Lettieri

Sin embargo, la depresión de la posguerra colocó a los países latinoamericanos en una grave situación, ya que la vieja Europa no estaba en condiciones de satisfacer su demanda de manufacturas. De este modo, si bien algunas naciones latinoamericanas habían llevado adelante, durante la guerra, un proceso de sustitución de importaciones de importancia desigual, la necesidad de importar bienes manufacturados elaborados y de obtener recursos financieros para impulsar sus alicaídas economías colocaron a los EE.UU. en situación de adquirir un considerable poderío –no sólo económico, sino también político– más allá de la zona del Caribe.

La diferencia de intereses se percibió desde un primer momento. En tanto todos los países latinoamericanos fueron miembros, en algún momento, de la Sociedad de las Naciones, los EE.UU. nunca se afiliaron. Esta adhesión puede interpretarse, por un lado, como una protesta contra la vigencia del concepto norteamericano de un sistema interamericano exclusivo para apoyar a la doctrina Monroe; y por otro, como un intento de neutralizar la tutela de los EE.UU., oponiéndole una pertenencia a otro foro internacional.

Al adherirse a la Sociedad de las Naciones, tanto la Argentina como México desconocieron a la doctrina Monroe como base de cualquier entendimiento regional, y en 1919, El Salvador solicitó al Departamento de Estado de EE.UU. la interpretación auténtica de la doctrina. Los resultados fueron negativos. Por una parte, la Sociedad de las Naciones no aportó ningún contrapeso a la influencia de los EE.UU.; por otra, el gobierno norteamericano se reservó el monopolio de la interpretación de su doctrina, así como el derecho de redefinirla cuando lo considerara apropiado.

Hasta fines de la Gran Guerra, los EE.UU. habían justificado sus intervenciones en términos de “imperialismo protector”, razón por la cual, una vez concluido el conflicto, el argumento carecía de sentido. Sin embargo, durante varios años los EE.UU. siguieron enviando sus marines al Caribe. Las operaciones se justificaron en razones de seguridad, apelando en algunos casos a tratados que les daban el derecho de intervención o en una supuesta obligación moral de proteger las vidas y los bienes de sus ciudadanos, o de mantener el orden y de promover los buenos gobiernos en el resto de América. Como su empleo fue tan frecuente como en el decenio precedente, la intervención de los marines llegó a considerarse como el orden natural de las cosas.

Esta situación no era considerada del mismo modo por las naciones latinoamericanas. La cuestión nicaragüense provocó roces entre EE.UU. y México, que fueron salvados por un entendimiento diplomático. El comandante Augusto Sandino se vio obligado a iniciar una heroica resistencia, que concluyó con su asesinato. Mientras tanto, los EE.UU. apoyaron la instalación de la dictadura de Anastasio Somoza, comandante de la Guardia Nacional, adiestrada por los norteamericanos.

En 1932, la intervención de los EE.UU. se convirtió en ocupación directa, y sus tropas se aplicaron, incluso, a preparar el fraude en las elecciones presidenciales. Sin embargo, ese año el presidente Hoover anunció el retiro de los marines, por consideraciones de política internacional más amplias. Los EE.UU. se oponían a la intervención del Japón sobre los territorios chinos de la Manchuria, pero estaban impedidos de exponer su posición con crudeza, ya que podían ser acusados de hacer lo mismo en América Latina.

En tanto, el resentimiento en América Latina crecía. La mayoría de los países del Caribe estaban ocupados por los EE.UU., como en el caso de Haití y Nicaragua, o sufrían alguna forma de dependencia que imposibilitaba una oposición firme. La Argentina actuó como vocero principal de la autonomía latinoamericana, pero este papel protagónico le enajenó el respaldo de Brasil y Chile, que se negaron a aceptar su liderazgo.

La intervención militar y política no fue la única causa de fricción importante entre los EE.UU. y América Latina. También existía un creciente disgusto sobre el cariz que estaban tomando las relaciones económicas. La depresión mundial subrayó la dependencia latinoamericana de sus exportaciones de materias primas agrícolas y minerales, así como el grado en que sus economías estaban bajo el dominio de empresas extranjeras (en muchos casos de los EE.UU.).

Los procesos sustitutivos significaron un reto creciente a los EE.UU. El gobierno de Hoover no hizo nada efectivo por aliviar la penuria que la depresión económica mundial había causado en la América Latina.  Al reunirse la Séptima Conferencia Panamericana, el presidente norteamericano era ya Franklin D. Roosevelt, quien había puesto en marcha la política del “buen vecino”. En realidad, esta política había sido iniciada por Hoover, menos inclinado que sus predecesores a defender las causas de ciudadanos particulares que tuvieran quejas contra gobiernos latinoamericanos y limitó su acción a darles protección en casos de perturbaciones del orden interno. 

Roosevelt intentó convencerlos de que tal cambio había llegado. Como candidato, prometió la renuncia definitiva a las intervenciones arbitrarias en los asuntos internos de los países latinoamericanos y censuró la política aduanera de Hoover. Ya como presidente, se manifestó partidario de bajar las tarifas, y reforzó las esperanzas de que también a Latinoamérica le tocaría un New Deal (Nuevo Trato).

En su prueba inicial en Cuba –especie de protectorado norteamericano, que no tardaría en convertirse en una verdadera colonia económica–, Roosevelt sustituyó la intervención armada por el bloqueo de la isla, y se negó a reconocer al presidente Machado, invitando a Batista a su derrocamiento, que se produjo en 1934. No parecía una actitud de “buen vecino”.

Con el problema cubano coincidían otras dos cuestiones: un conflicto diplomático entre Colombia y Perú, y la Guerra del Chaco, entre Paraguay y Bolivia. Estas dos disputas pusieron de manifiesto lo inadecuado de la maquinaria interamericana de paz, ya que resultó necesario dar intervención a la Sociedad de las Naciones, que de este modo, se atribuyó jurisdicción en la resolución de “problemas americanos”, aunque en la práctica jugó un papel muy limitado. Pese a las declaraciones de Roosevelt, los EE.UU. no se manifestaron dispuestos a renunciar al derecho de intervención que, sostenían, estaba fundado en el derecho internacional.

En cambio, intentaron persuadir a los latinoamericanos de la bondad de sus intenciones, sin renunciar a la libertad de obrar cuando, a su juicio, lo exigieran sus intereses vitales. En definitiva, la administración Roosevelt seguía entendiendo por “intervención” el empleo de la fuerza armada, y no entraban en esta definición las presiones económicas, financieras, morales o, como había sucedido en Cuba, el sitio de sus costas.

En las conferencias de Montevideo y de Buenos Aires (1936), los EE.UU declinaron algunos de sus derechos de intervención fundados en tratados. Para entonces, los norteamericanos habían consolidado su dominio económico en Cuba, y mantuvieron allí su base militar de Guantánamo. En 1934 salieron los marines de Haití y los EE.UU. renunciaron a sus derechos especiales que retenían allí, así como en Cuba, Puerto Rico y la República Dominicana.

También en 1934 se abandonó la política de reconocimiento especial de sus autoridades que los EE.UU. habían aplicado a las cinco repúblicas centroamericanas, desde 1907. Asimismo, en esta última conferencia, los EE.UU., inquietos por el desarrollo de la situación europea, insistieron en la votación de un documento sobre el principio de consulta en cuestiones que afectaran a la paz y la seguridad de los estados americanos. Sin embargo, su iniciativa a favor de crear un Comité de Consulta permanente encontró la oposición de la Argentina, que señaló que ésta entraba en conflicto con las obligaciones de la Sociedad de las Naciones.

Tampoco los EE.UU. consiguieron que las demás repúblicas adoptaran una política de neutralidad. En la reunión de Lima, en 1938, la situación se había agravado y los EE.UU. se esforzaron por alcanzar la solidaridad hemisférica. Sin embargo, una vez más la Argentina se encargó de restar fuerza a las propuestas de colaboración estrecha y automática frente a las amenazas que provenían de fuera del hemisferio, por lo que sólo se acordó realizar reuniones ad hoc en caso de que así lo exigieran las circunstancias.

Por más que la política del “buen vecino” significaba un avance para los latinoamericanos, en tanto se evitaban las acciones militares directas de los EE.UU, quedaba en pie una restricción importante para su independencia: el grado en que sus sectores económicos clave –y sobre todo el control e incluso la propiedad de sus recursos naturales– habían caído en manos de empresas norteamericanas.

La política de los EE.UU. consistía en limitar, en la medida de lo posible, la entrada de intereses financieros y económicos europeos en América Latina, para quedarse así con el control de los recursos de la región. La política de Theodore Roosevelt, Taft y Wilson, beneficiada por la situación especial que había creado la Gran Guerra, había hecho grandes avances en esa dirección. Sin embargo, después de la depresión económica mundial, la “buena vecindad” proveyó a los EE.UU. de resultados mucho más contundentes. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Estados Unidos, Historia, Latinoamérica

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