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13 de febrero de 2022 | Opinión

40º aniversario

Malvinas, una posición nacional-popular sobre la guerra y la posguerra

Cada vez que se celebra un nuevo año de la recuperación de las islas, el tema Malvinas cobra una singular centralidad. Esta vez el impacto se ve multiplicado por tratarse del 40 aniversario.

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por:
Fernando Cangiano

‘Para eso se falsifica la historia, no para que no sepamos lo de ayer,
sino para que lo de ayer no nos enseñe lo de hoy y lo de mañana’

(Arturo Jauretche)

Abundan los discursos y actos de fuerte impronta emotiva en donde se destacan nuestros derechos soberanos sobre el espacio geográfico en disputa y se resalta el sacrificio de los que combatimos en 1982. En las semanas subsiguientes el tema pierde intensidad, tiende a diluirse y solo reaparece ocasionalmente si lo justifica algún hecho específico. Daría la sensación de que el objetivo estratégico que se propuso el bloque de poder dominante luego de la guerra se logró, al menos parcialmente: desconectar el espíritu patriótico de Malvinas de las cruciales batallas que en el campo político, económico y cultural libra el país en la búsqueda de su plena soberanía nacional.

Hoy asistimos a una de esas batallas esenciales, la negociación de la cuantiosa deuda con el FMI. En efecto, parafraseando a un filósofo político fallecido hace algunos años, Malvinas parece haberse convertido con el paso del tiempo en una especie de ‘significante vacío’. Todos, hasta los más connotados representantes locales de los intereses anglo-norteamericanos, reivindican la soberanía argentina sobre las islas y esgrimen una verborragia grandilocuente en las efemérides.

Y si alguno de ellos comete un desliz, como Mauricio Macri cuando afirmó que ‘las islas Malvinas son un fuerte déficit para el país’, o más recientemente la candidata de su espacio político Sabrina Ajmechet, que se autoproclamó abierta defensora de la soberanía inglesa sobre las islas, rápidamente sus pares minimizan los dichos y cambian de tema sin más. Las fuerzas políticas de la oligarquía son conscientes de la enorme popularidad de la reivindicación soberana, que ni siquiera las artes de la manipulación intelectual de sus mejores plumas (Sarlo, Palermo, Fernández Díaz, etcétera) lograron desterrar de la memoria popular.

Pero así como las usinas ideológicas del campo antinacional y antipopular tienen muy en claro que la cuestión Malvinas encierra una carga de dinamita para los intereses imperiales y, por ende, su recuerdo nunca debe ir más allá de una retórica de circunstancia, debidamente embellecida con nobles llamados a la paz y a los derechos de las minorías; el campo nacional y popular, por el contrario, no logró articular todavía una caracterización unificada sobre el significado de la guerra de 1982 y sus consecuencias en el período histórico subsiguiente. Mucho menos, claro está, sobre las tareas emergentes de dicha caracterización. No deja de resultar paradójica esa ambigüedad teniendo en cuenta que, como afirman un buen número de pensadores nacionales, la recuperación de las islas fue uno de los acontecimientos más relevantes de la historia del SXX, junto al 17 de octubre y quizás el Cordobazo. “Lo propio del Acontecimiento (con mayúsculas) - decía uno de ellos - es que no existe regla externa que pueda medir su verdadero alcance. Se lo acompaña por la verdad de su interpelación”.

Cuando los escribas del poder se vieron obligados a teorizar seriamente sobre la cuestión Malvinas, sus voces más agudas fijaron una posición inapelable: la guerra del 82 fue una locura insensata, un desatino histórico que debe ser elaborado como si se tratara de un trauma atroz y superado con rapidez. Los más atrevidos propusieron efectuar una especie de acto de arrepentimiento colectivo, quizás con una marcha de antorchas con la cabeza gacha y mirando al suelo frente a la embajada británica. Es que ellos saben, porque son cipayos pero no tontos, que Malvinas nos aleja de lo que tramposamente denominan ‘el mundo’ y nos acerca peligrosamente a Latinoamérica y la periferia mundial que pugna por su independencia efectiva. Nunca hay que olvidar que el elenco de intelectuales, profesores, diplomáticos, periodistas y charlatanes variopintos que proliferan en el universo mediático, está constituido mayormente por egresados de selectas universidades privadas del primer mundo, cuya enseñanza fundamental se reduce a la práctica de un ciego besamanos de los poderes mundiales. Los vimos en acción entre el 2015 y el 2019.

Pero, así como la intelectualidad liberal expresa una hostilidad manifiesta hacia Malvinas que se mantuvo inalterable en el tiempo, el campo popular navegó durante 40 años en la confusión y el equívoco respecto del tema. Por momentos replicó la mirada liberal y fue incapaz de separar la causa Malvinas de la dictadura oligárquica conservadora y occidentalista que encabezó la recuperación de las islas. En el altar de la democracia colonial pregonada por Estados Unidos con posterioridad a la contienda bélica, sacrificó lo mejor del espíritu anti-colonial, auténticamente democrático y latinoamericanista que campeó durante la guerra. La reivindicación de Malvinas cedió a la fábula del “fin de las antinomias” que hábilmente echaron a rodar los imperialistas, con el concurso de la camarilla intelectual que se apoderó de los ambientes universitarios tras la dictadura. En los ’90, a remolque de las “relaciones carnales” y el “alineamiento automático”, el primermundismo se enseñoró en todas las instancias del gobierno, condenando a Malvinas a un lugar secundario, cuando no sencillamente humillante (ositos Winnie Pooh). La teoría del “realismo periférico”, esbozada por el extravagante y filoso diplomático Carlos Escudé, se impuso en toda la línea: la Argentina es un país de los suburbios del mundo occidental y como tal debe hacer buena letra para conquistar la misericordia del hegemón, que quizás algún día se apiade de nosotros. Malvinas, naturalmente, es un obstáculo en esa “heroica epopeya”. El más crudo entreguismo convertido en política de Estado, que renacería con nuevos bríos en 2015. Los acuerdos coloniales de Madrid I y II de principios de los ‘90, coronación de la derrota en el plano legal, guardan una línea de continuidad con la hoja de ruta Foradori-Duncan de Susana Malcorra y la diplomacia macrista en 2016.

La experiencia nacional-popular que gobernó el país entre el 2003 y el 2015 le otorgó una renovada centralidad al tema Malvinas, aunque no desarmó el andamiaje jurídico noventista como sí hizo en materia de derechos humanos (derogación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida).

Las medidas sancionatorias contra la usurpación, así como el planteamiento de la cuestión en los foros internacionales, marcaron todo el período. Tanto Néstor como CFK se refirieron a Malvinas como una “gesta” y destacaron el papel de las FFAA en la defensa de la soberanía y la lucha contra el usurpador colonial, estableciendo una distinción de fondo con el ejército que operó como brazo armado del poder oligárquico durante el proceso. Una diferenciación esencial porque supone reconocer la existencia de dos ejércitos: uno al servicio del poder nacional e internacional, y otro identificado con las mejores tradiciones sanmartinianas y bolivarianas.

Lo dicho hasta aquí nos permite arribar a una conclusión irrevocable. Desde el ’82 hasta hoy

existieron dos miradas antagónicas sobre Malvinas, concomitantes con dos concepciones igualmente opuestas sobre el país y su lugar en el sistema mundial. Dichas concepciones recorrieron con altibajos los doscientos años de existencia como Nación y se expresaron con claridad cada vez que el país enfrentó una circunstancia excepcional. De un lado los que hemos denominado “desmalvinizadores” para retratar su rechazo a la causa; del otro quienes reivindicamos la gesta por considerarla una expresión de la voluntad nacional de emanciparse de la tutela extranjera y recuperar nuestra plena autonomía sobre el territorio. No existe, ni podría existir, “neutralidad valorativa” o “exterioridad análítica” para juzgar un acontecimiento de semejante magnitud. Los primeros, los “desmalvinizadores”, han sabido captar el potencial disruptivo que guarda la causa Malvinas para la estabilidad del régimen semi-colonial pues ella nos coloca objetivamente en conflicto con las grandes potencias a las que ellos sirven con obediencia ciega. Su tarea consiste en dinamitarla, en vaciar de contenido la reivindicación soberana, convirtiéndola en un mal sueño, distorsionando su significado y sus enseñanzas tras una retórica puramente emocional sobre los males de la guerra, especialmente cuando se trata de guerras de emancipación nacional. Los cantos de sirena a favor de la paz se convierten en boca de estos auténticos servidores intelectuales del poder colonial, en un sainete confusionista legitimador del statu quo. Han urdido una hábil narrativa que combina en dosis parecidas derrotismo, falsificación histórica, manipulación del legítimo repudio popular a la dictadura oligárquica (que ellos apoyaron mientras gobernó), escamoteo de la identidad del soldado combatiente transfigurándolos en inglorioso “chico de la guerra”, satanización de los cuadros malvineros del ejército y deshistorización de la guerra para reducirla a una mezquina maniobra dictatorial. Todo un menjunje con un propósito político claro: desarmar espiritualmente al país para desplegar sin reparos ideológicos o culturales el programa neoliberal de enajenación y vasallaje.

Lamentablemente, esa mitología claudicante ha penetrado hasta las entrañas del campo nacional y popular confundiendo a muchos honestos militantes. Han adoptado “el punto de vista del opresor” para interpretar la guerra y la posguerra, desmoralizados quizás por las sucesivas derrotas y retrocesos de la década del ’80 y del ’90. El programa neoliberal se impuso entonces con débil resistencia social porque la sociedad fue previamente “desmalvinizada”, es decir, despojada de esa energía patriótica arrasadora que brotó en 1982 y unificó a la inmensa mayoría del pueblo como nunca antes. La tarea central de esta etapa consiste, como se ha señalado al comienzo de esta nota, en impedir que Malvinas se convierta en un significante vacío, en un ritual diplomático o escolar, carente de la fuerza activa que nos anime a afrontar con dignidad y convicción los desafíos presentes que son, en definitiva, los de siempre: liberar al país de los condicionamientos externos que nos impiden desarrollar toda nuestra potencialidad en íntima mancomunión con nuestros hermanos de la Patria Grande. Es el mejor reconocimiento que podemos hacerle a los 642 jóvenes argentinos que dejaron su vida en 1982.

Cerramos con una cita esclarecedora y pertinente, también conmovedora, de un historiador muy citado en la academia moderna. “Recordar significa rescatar, pero el rescate del pasado no implica tratar de reapropiarse o repetir lo que ha ocurrido y se ha desvanecido; implica, antes bien, cambiar el presente”. La transformación del presente acarrea una posible “redención” de lo que ha sucedido.

En otras palabras, para rescatar el pasado tenemos que hacer renacer la esperanza de los vencidos, “dar nueva vida a las esperanzas incumplidas de la generación que nos ha precedido” (Enzo Traverso). Un mensaje que debe crujir en la mente y el corazón de las nuevas generaciones.

 

(*) Fernando Cangiano.  Veterano de guerra. Escuadrón de Exploración de Caballería Blindada Nro. 10.


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