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5 de mayo de 2022 | Historia

Siglo XVIII

Los orígenes del movimiento obrero durante la Revolución Industrial

La conformación de un movimiento obrero que pudiera alcanzar un alto nivel de combatividad fue una de las tempranas preocupaciones de la elite británica durante la Revolución Industrial, por lo que fue muy reacia a dar estatus real, y mucho menos jurídico, al evidente antagonismo entre capitalistas y obreros.

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por:
Alberto Lettieri

Por ello, desde finales del siglo XVIII bloqueó la creación de sindicatos mediante una ley de anti asociación, que se perpetuó hasta el último tercio del siglo XIX cuando finalmente aceptó legalmente la asociación gremial. Si bien esta legislación tan restrictiva dificultó la acción de los trabajadores, no la impidió en su totalidad, aunque el resultado fue la existencia de brotes de protestas seguidas de represión y en consecuencia desvanecimiento de la rebelión.

La cuestión social inicialmente emergió, como era de esperarse, bajo el común denominador del aumento en el costo de vida donde los sectores populares llevaban siempre la peor parte. Las revueltas más importantes coincidieron con la guerra contra Francia y la ley de cereales que, tal como se anticipó en este capítulo, combinó un proceso inflacionario interno y caída de los salarios de los jornaleros.

A partir de 1793, y hasta la primera década del siglo siguiente, los movimientos contestatarios emularon a las conspiraciones jacobinas. Poco a poco la acción se trasladó al mundo urbano. Manchester, Londres y Edimburgo fueron testigos de la reacción popular. La misma contenía demandas políticas y sociales, enmarcadas en los derechos del hombre pregonados por los revolucionarios franceses, y se combinaba explosivamente con la escasez de alimentos provocado por la guerra. Estos disturbios urbanos, mal organizados, peor preparados y sin conciencia real de los intereses en juego, fueron presas de la coerción estatal, ya que la elite inglesa veía una correlación directa entre los desbordes sociales y el período jacobino francés.

Pero entrado el siglo XIX, los sucesivos perfeccionamientos del maquinismo –especialmente, aplicados al campo de la industria textil– motivó la reacción más importante del pueblo inglés contra el sistema económico. Los artesanos llevaron la delantera, pero poco tiempo después muchos trabajadores industriales comenzaron a nuclearse en formaciones clandestinas. Basados en la tradición inglesa de la figura mítica, surgió hacia 1811 Ned Ludd, trabajador imaginario que un día, hastiado de la opresión laboral, empezó a destruir máquinas. De ahí surgió un movimiento llamado ludismo, que consideraba que el desempleo y la caída del salario estaban vinculados con la introducción de maquinarias y cuya metodología de acción fue la destrucción de las herramientas industriales.

El ludismo se extendió rápidamente entre los productores manuales de telas y luego fue asimilado por otros sectores. Este movimiento fue un importante cuestionamiento al statu quo industrial y, por ello, la represalia no reparó en medios ni en crueldad. El movimiento obrero evolucionó al compás del engrosamiento de la clase desposeída, su conciencia tal vez estuvo más atada a las coyunturas y menos ilustradas que lo que solían imaginar sus ideólogos.

El surgimiento del radicalismo –cuyo líder fue William Cobbet– fue contemporáneo de las agrupaciones obreras de la Europa continental. Este grupo concentró sus reclamos en la oposición a la Ley de antiasociación, la escasez de bienes, víveres y alimentos. Sus reivindicaciones no iban más allá de ese horizonte. No obstante, hacia 1830, la organización obrera transitó por ideologías análogas a las que florecieron en Francia, y así como en este país, más agitado política y socialmente, se expandió el socialismo utópico, Inglaterra tuvo su propia versión local, con el socialismo colectivista, cuyo líder, Robert Owen, aspiraba a encontrar una sociedad industrial pero donde los bienes fueran de propiedad comunitaria.

Estos movimientos fueron pioneros en reconocer que el desempleo era resultado de una deficiencia del mercado de trabajo y no, como afirmaba la burguesía, fruto de la predisposición al ocio y a la vagancia de algunos hombres. Sin embargo, el socialismo primitivo aún creía en las bondades de la modernidad industrial y en la posibilidad de una conciliación de clases.

Simultáneamente, en este período proliferaron las revueltas populares, donde el movimiento cartista fue el más trascendente. Éste nació de la constitución de la National Charter Association, donde confluían liderazgos de distintos orígenes como el reverendo Stephens, el viejo jacobinista Julian Harney y el radical Feargus O’Connor. El movimiento impulsó la gran huelga de 1842, cuyo objetivo fue la ampliación de los derechos políticos de los sectores populares y fue el precursor del laborismo inglés.

En ese momento el miedo de la burguesía británica conllevó a una represión masiva. Los disturbios sociales comenzaron a apaciguarse a finales de la década del 40, en lo que Engels denominaría el sueño invernal de la clase obrera inglesa. ¿Cómo se explica este inesperado mutismo luego de una historia rica en luchas obreras, organización –a expensas de la prohibición de sindicatos– y concientización?

Tal vez las mejoras en las condiciones de vida no fueron tan espectaculares para el proletariado industrial pero, si se tiene en cuenta su pasado inmediato, éstas fueron bastante significativas. También operó la consolidación de un estilo de vida basado en los patrones culturales burgueses y las ideas indiscutidas del progreso permanente. La otra cuestión que explica este silencio obrero fue la división técnica del trabajo en la vida fabril, la cual dividió a la clase obrera entre una “aristocracia proletaria” –constituida por obreros calificados con ingresos relativamente altos y expectativas de vida similares a las de las clases medias– y un “proletariado plebeyo”, cuyos miembros percibían salarios muy bajos.

Esta jerarquización fragmentó a la clase obrera, diluyendo su conciencia de clase y su capacidad de organización y acción. No menos importantes fueron las políticas gubernamentales inglesas que, temerosas de la exacerbación de los conflictos de clase, aprobó en 1847 las Ten Hours Bill (Ley de las 10 horas) y, progresivamente, se impuso la semana inglesa.

Estas medidas tuvieron que lidiar con la obstinada reticencia de los empresarios, convencidos que la mejor gestión del empleo era dejarlo librado al equilibrio invisible de oferta y demanda. Bajo esa perspectiva no percibían la relación entre extensas jornadas laborales y la caída de la productividad. Su oposición escondía los verdaderos propósitos empresarios, esto es utilizar el salario como variable de ajuste en coyunturas de recesión. La industria del algodón debió acogerse obligatoriamente a la Ten Hours Bill y esto facilitó que las demás industrias fueran imitando esta legislación. Los empresarios introdujeron nuevas modalidades de pago como la retribución a destajo y los incentivos por productividad para paliar lo que consideraban un ultraje a sus ganancias.

El sector obrero quedó inerme frente al sector empresario, sin reconocimiento legal, con sus máximos dirigentes exiliados, y con una ecléctica conciencia que transitaba entre la explotación cotidiana dentro de la fábrica, el sueño de ascenso social, y ser testigo de la opulencia de las clases medias que parecían no tener fin. Los beneficios de la riqueza incrementada, propugnada tantas veces por Adam Smith, derramó sus remanentes sobre una parte muy reducida de los sectores populares.

Tal vez por todas estas razones, el movimiento obrero inglés se consolidó como un sector reformista y no impugnador del sistema económico. Y este carácter no revolucionario llevó a las autoridades a aceptar la sindicalización y a la ampliación del sufragio en la década de 1870. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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