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12 de mayo de 2022 | Literatura

Ficciones verdaderas

Vasili Blojín, el brazo de hierro de Stalin

La madrugada del 3 de abril de 1940, Vasili Blojín se levantó más temprano de lo acostumbrado. Había dormido casi seis horas después de haber leído el último capítulo de una de las novelas de su amado Turguéniev y se encontraba de un ánimo excelente.

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por:
Juan Basterra

Tomó una ducha helada en el baño de oficiales, rezó a escondidas un apresurado padrenuestro, planchó con esmero su ajustada casaca de mayor general del ejército soviético y se dispuso a desayunar copiosamente cuatro platos de arenques y una botella de leche.

Era un día espléndido en los alrededores de Gnezdovo, y por la pequeña ventana del comedor del campo de prisioneros de Kozelsk, el sol comenzaba a irisar de dorado las pequeñas partículas del polvo levantado por el tránsito de los camiones de suministros del pequeño reducto.

Blojín desayunaba solo. A lo lejos se escuchaba el estribillo de una vieja canción polaca. Asintió para sus adentros. Le parecía razonable hacerlo: algunas horas después tendría que atender algunos asuntos pendientes con los oficiales polacos prisioneros. Eructó ruidosamente y limpió con pan el aceite de arenque en el fondo del plato. Pensó en el final de la novela de Turguéniev. “Que padres espléndidos”, se dijo.

La primavera comenzaba a llegar a la tierra rusa, y el olor balsámico de los abedules y los pinos le dilataban los bronquios. Volvió a rezar el padrenuestro en silencio. Se levantó con parsimonia y alisó su casaca. Sintió el vano orgullo de su cuerpo enorme. Desde las mesas vecinas lo saludaron algunos oficiales. “Cobardes”, pensó. Tocó el hombro de uno de ellos con su mano fofa y pesada. “Hace frío, camarada –le dijo-. Póngase el abrigo y deje de temblar”. Ninguno de los otros oficiales levantó la vista del plato. 

Blojín salió a la grisácea explanada del patio y observó el camino que conducía a las barracas. Escuchó un débil murmullo. Al pie de las hileras de los camastros de madera, y en una disposición que reproducía casi a la perfección una cruz latina, los prisioneros polacos comenzaban el rezo matutino. Se acercó a una de las ventanas. Todos los polacos estaban cubiertos y tenían puesto el sobretodo marrón. Pensó en esos hombres casi muertos y sintió un principio de compasión mientras se dirigía a su oficina. Sobre el viejo escritorio de roble lo aguardaban los despachos. Observó distraídamente algunas nuevas ordenanzas y volvió a fijar la atención sobre el protocolo de sentencia y ejecución recibido pocos días antes desde la lejana Moscú. La tinta del papel carbónico utilizada sobre los pliegos era más oscura que el acero de los Urales. Los pequeños tipos de los caracteres no dejaban lugar a dudas: cada uno de los prisioneros debía ser sometido a un reconocimiento final y ejecutado durante el transcurso del mes de abril. No habría acta de acusación ni comparecencia. La redacción de un certificado de culpabilidad sería el medio suficiente para la aplicación del “castigo supremo”, la pena de muerte por fusilamiento. El protocolo era una extensión de una carta secreta elaborada durante el mes de marzo por Lavrenti Beria, jefe del NKVD, el temido comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, y contenía recomendaciones para la eliminación sistemática de todos los prisioneros polacos en tierra soviética. La figura verbal con que se los tipificaba era la de “Permanentes e incorregibles enemigos del poder soviético”. La carta y el protocolo llevaban la firma de Josef Stalin y de otros cuatro miembros del politburó central.

Blojín dejó los quevedos empañados sobre el escritorio y bebió un sorbo de té. Dobló en cuatro partes el protocolo y lo guardó en el bolsillo derecho. Miró el techo gris. Resopló con satisfacción y un dejo de preocupación. Como verdugo oficial del NKVD le correspondía una tarea ciclópea. Pensó en los casi 5 mil prisioneros. Pensó en las familias de esos hombres. Sintió un principio de lastima, pero se dijo: “Mi honor y los intereses de mi patria valen más que todos esos gusanos polacos”.

La planificación de la acción le demandó el resto de la mañana y gran parte de la siesta. A las 6.00 de la tarde llamó a cinco de sus oficiales. Las órdenes fueron terminantes: se ejecutaría a los prisioneros en la sala “Lenin” y de un disparo en la nuca. Las armas a utilizar serían pistolas Walther PPK de fabricación alemana. “Así podremos responsabilizar a los alemanes”, argumentó.

A las 9.00 de la noche comenzó el traslado de los prisioneros desde los pabellones. Blojín se dirigió a su cuarto. De la más pesada de sus valijas sacó cuatro pistolas y una caja de hierro con 400 proyectiles. Se desplazó hasta el ropero. Eligio un chaleco de carnicero y un par de guantes de cuero. La imagen en el espejo le devolvía una versión mejorada de sí mismo, pensó. Los guantes cubrían toda la extensión del antebrazo. Se calzó el gorro con los emblemas de su rango. Llamó a uno de sus ayudantes con un grito. Se dirigió con paso firme a la sala. Afuera esperaban dos furgones con prisioneros.

Antes de entrar a la cámara de ejecuciones volvió a persignarse. En el interior, el color rojo de las paredes disimularía muy pronto la sangre. Miró con aprobación la manguera y la canaleta de desagüe. Pensó en ese prisionero polaco de nombre Andrej, con el que había hablado de la guerra ruso-polaca de manera tan encantadora. Se sentó en el único banco de la sala y fue pasando a sus ayudantes las pistolas para la carga de los proyectiles. Sabía que daría a sus víctimas una muerte piadosa. No podía fallar los disparos. Debía cumplir una misión eficiente y prolija. La patria y sus superiores se lo premiarían. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, Vasili Blojín

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