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26 de mayo de 2022 | Historia

Años 1920

El ascenso del nazismo

A lo largo de toda la década de 1920, en Alemania había una gran tensión social, producto de la radicalización de las ideas y de las organizaciones políticas.

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por:
Alberto Lettieri

El influjo alcanzado por la revolución soviética entre los obreros era muy significativo. Sin embargo, mientras se registró el proceso de expansión económica entre 1924 y 1928, el conflicto de clases quedó relativamente controlado. Pero a partir de 1928, cuando recrudeció la crisis, nuevamente las tendencias clasistas se fortalecieron y la conflictividad social aumentó.

En 1930, el partido socialista obtuvo 4,5 millones de votos, una cifra muy significativa. La importancia que estaba adquiriendo el socialismo generó temores, sobre todo, en los sectores propietarios, en los sectores rurales y en las clases medias. Para entender al fascismo y al nazismo, lo fundamental es tener en cuenta que ninguno de los dos eran partidos obreros, sino de clases medias y de grupos propietarios que intentaban escudarse o proteger sus propiedades, o al menos evitar que se degradara más aún su situación económica, y que para ello confiaban en los cantos de sirena entonados por líderes nacionalistas y autoritarios como Mussolini o Hitler.

El nazismo y el fascismo fueron básicamente movimientos de prevención, de agresión, que intentaban evitar la expansión del socialismo y el comunismo, e impedir que el fenómeno revolucionario de la Unión Soviética se reprodujera en Europa occidental. El nazismo tuvo un gran crecimiento a partir de 1928. Durante los años del auge económico, la cantidad de votos que obtenía en las elecciones había sido mínimo. Pero en las elecciones de 1930, cuando los socialistas obtuvieron 4,5 millones de votos y 77 escaños en el Parlamento, el partido nazi alcanzó los 6,5 millones de sufragios y 107 escaños. Era un voto que se generaba en una situación de crisis económica, de inestabilidad, de incertidumbre respecto del futuro, de inflación, de decaimiento del nivel de empleo.

Entre 1930 y 1933, la cifra de desocupados aumentó en Alemania de 4 a 10 millones. El costo de vida se multiplicó, los bancos estaban en quiebra, desaparecieron los mecanismos de crédito y crecieron las presiones de los organismos internacionales para la devolución de préstamos que había recibido Alemania. Esta situación es, a menudo, el caldo de cultivo para la aparición de este tipo de liderazgos carismáticos. Según Max Weber, si bien muchas personas pueden llegar a tener un “don natural”, el elemento esencial de una “relación carismática” no tiene que ver únicamente con que alguien posea esa cualidad sino con la existencia de ciertas situaciones extraordinarias de necesidad, producto de catástrofes económicas o guerras que conducen a sectores masivos de la población a reconocer en alguien una habilidad, una capacidad excepcional para sacar adelante a esa sociedad de esa instancia crítica.

Los argumentos por los cuales estos sectores le otorgan el consenso no son racionales sino emocionales, y la reproducción de esa relación carismática depende de la capacidad del líder para dar respuesta a las necesidades de la masa. Por esta razón, un manipulador, un demagogo, consigue aprovechar estas situaciones de decadencia y catástrofe para imponer su vocación de poder o sus alucinaciones. Esto fue lo que pasó con Adolf Hitler, quien pasó de contar con muy pocos votos en 1928, a conseguir un gran respaldo electoral en 1930.

El partido nazi contaba con dos segmentos diferenciados. Por un lado, estaban las SA, que eran cuerpos de choque o “Secciones de Asalto” y por otro las SS, las “Secciones de Seguridad”, que eran los sectores más militarizados y vinculados con el ejército. Las SS no tuvieron una intervención determinante hasta que Hitler llegó a la cancillería, en 1933. Sí, en cambio, la tuvieron las SA, compuestas por grupos mal armados que intimidaban a quienes eran considerados como expresión de un orden de cosas “peligroso” (el denominado “peligro rojo”).

Su objetivo consistía en difundir el temor agrediendo –por lo general, sin llegar al asesinato– a líderes y militantes del Partido Comunista o Socialista, o de los sindicatos afines. Básicamente, perseguían un doble objetivo: por un lado, intimidar a estos grupos, infundir miedo y, por otro, generar una sensación de inseguridad dentro de los sectores medios y propietarios, denunciando la impericia del estado, que obligaba a que un partido político debiera armarse para poner coto al avance revolucionario.

El estado encontró muchas dificultades para controlar al nazismo. Luego de la llegada de Hitler a la cancillería, naturalmente le resultó imposible. Esto se debía a que la república de Weimar era extremadamente débil, y su dirigencia cargaba con una crisis de legitimidad congénita. Si bien había conseguido mantener sus bancas, esto se debía a una cuidadosa ingeniería electoral, que, de todos modos, se había ido deteriorando con el tiempo, en beneficio de nazis y socialistas.

De este modo, cuando el estado intentó controlar los desmanes que provocaban los grupos de choque del partido nazi se encontró con que la policía no reprimía y que el ejército se excusaba. Algunos militares comulgaban con el nazismo y otros no, pero todos tenían una posición común de oposición sobre el peligro que significaba la expansión del comunismo, y aceptaban tácitamente que, ya que el gobierno estaba en manos de políticos  corruptos, débiles e incapaces, la herramienta idónea para controlarlo eran los grupos parapoliciales formados por el partido nazi. Esto otorgó una suerte de “carta blanca” para sus acciones cada vez más violentas.

En 1933, el presidente Hindenburg debió rendirse ante la evidencia y ofreció a Hitler la cancillería (el cargo de primer ministro), para que formara un nuevo gobierno. Esta convocatoria fue producto de la incapacidad de la República de Weimar para controlar los desmanes que, precisamente, realizaba el partido nazi. Entonces, la alternativa pasaba por cooptarlo de algún modo. Pero la estrategia resultó desacertada, ya que dos días después de su designación, Hitler cerró el Parlamento (Reichstag) y convocó a nuevas elecciones.

Con el financiamiento de los grupos industriales y recursos de la tesorería pública, las SA iniciaron una campaña de terror, que incluyó el incendio del Parlamento y de varios comités de partidos y sindicatos de izquierda, y se lanzaron a la matanza de opositores. El gobierno acusó a los comunistas del incendio del Parlamento, y arrestó a cuatro mil de sus afiliados, antes de disolver al partido comunista. En las elecciones convocadas, Hitler obtuvo un resultado auspicioso –el 44 por ciento de los votos–, pero no consiguió una mayoría propia, razón por la cual le arrancó al Parlamento la concesión de poderes absolutos por cuatro años. Inmediatamente clausuró el Partido Social-Demócrata y consiguió la autodisolución del Partido de Centro.

El Partido Nazi se transformó así en partido único. En 1934, a la muerte de Hindenburg, Hitler se proclamó Reichfiihrer, y consiguió su confirmación a través de un plebiscito en el que obtuvo 34 millones de votos a favor, contra sólo 4 millones de sufragios negativos. El temor se había instalado en forma tal en la sociedad alemana que ni siquiera los votantes tradicionales del socialismo se animaron a manifestarse en contra de este proyecto. El régimen totalitario ya era un hecho. Esta situación exige formular una breve consideración sobre una cuestión muy significativa.

Después de la Segunda Guerra Mundial proliferó una bibliografía que planteaba que el nazismo habría sido fruto exclusivo de la locura de un demente. Estos trabajos libraban de todo cargo y complicidad a la sociedad alemana, ya que sostenían la responsabilidad exclusiva de Hitler y del grupo de jerarcas que lo rodeaba. Sin embargo, los análisis electorales de la época demuestran que el nazismo siempre contó con un respaldo de al menos el 50 por ciento de la población alemana, y que todas sus políticas fueron aprobadas públicamente y respaldadas a través de la organización de convocatorias públicas en las que Hitler anunciaba sus acciones futuras.

Continuando con el análisis del armado del sistema político, es de destacar que luego de obtener la suma del poder público, Hitler eliminó todas las legislaturas de provincia y las gobernaciones de provincia, y los reemplazó por los denominados “jerarcas”, que eran delegados personales suyos y se encargaban de gobernar con poder absoluto cada provincia y más adelante –cuando se produjo la expansión– los territorios ocupados. En muy poco tiempo, el cascarón vacío de la República de Weimar se convirtió en un régimen totalmente distinto, de matriz claramente autoritaria. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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