Judiciales
(1918-1939)
Cambios en la situación internacional de los EE.UU. en el período de entreguerras
Al finalizar la Primera Guerra Mundial, los EE.UU. se habían convertido en la primera potencia económica mundial. Sin embargo, su fracaso en la mesa de negociaciones de Versalles significó un duro golpe para sus pretensiones de reconocimiento como una de las principales potencias mundiales.
Pero el presidente Theodore Roosevelt confirmó la decisión, sentando la posición de los EE.UU. en los siguientes términos: “No estamos en contra de que se castigue a los estados por su mal proceder, siempre y cuando el castigo no tome la forma de adquisición de territorio por una potencia no americana”.
La producción norteamericana se había incrementado notablemente durante la Primera Guerra Mundial y la década de 1920. Bajo el estímulo de los altos precios de los productos alimenticios y de las materias primas, la producción industrial había aumentado en un 37 por ciento, las deudas de guerra de los aliados con los EE.UU. ascendían en 1918 a 7 mil millones de dólares, a los que se añadieron 3300 millones destinados a la reconstrucción europea.
Ese año los EE.UU. pasaron de ser un país deudor a convertirse en el principal acreedor del mundo. Esta nueva condición tuvo algunos efectos negativos iniciales sobre el comercio y las finanzas en la posguerra, ya que no sólo se produjo una grave dislocación del comercio internacional y se redujo notablemente la capacidad de compra de muchos países, sino que muchas economías europeas, sumamente debilitadas –sobre todo en el caso de varios países agrícolas– comenzaron a instalar industrias, protegiéndolas de la competencia externa, aunque los precios de ésta fueran más bajos.
Otro tanto sucedía con el caso de economías que se habían visto obligadas durante la guerra a sustituir importaciones, y que ahora no estaban dispuestas a renunciar a esas fuentes de empleo y provisión internas. La reconstrucción de las sociedades europeas y de los nuevos países surgidos de los acuerdos de Versalles, como consecuencia del hundimiento del imperio austro-húngaro, exigían redefinir las relaciones económicas y comerciales en este nuevo contexto.
Europa necesitaba capital para salir de la grave situación económica y la única fuente posible era EE.UU., ya que el crédito de Gran Bretaña se iba diluyendo tras el esfuerzo bélico y la creciente pérdida de sus mercados mundiales. Sin embargo, se presentaba un obstáculo significativo para que los EE.UU. pudieran jugar un papel similar al desempeñado hasta entonces por la economía británica. Como es sabido, la economía mundial del siglo XIX había descansado sobre el intercambio de productos agrícolas y materias primas por producción industrial; por ese motivo, este modelo no podría subsistir si el principal país agrícola era también el principal país industrializado.
Para 1918, los EE.UU. se encontraban en condiciones de producir bienes industriales y alimentos más baratos que los europeos, y en cantidad mucho mayor al consumo de su población. Sin embargo, prácticamente no había nada que los EE.UU. necesitaran importar, por lo que comenzaron a acumular enormes cantidades de oro, con fatales consecuencias para Europa. Las políticas norteamericanas aplicadas al proceso de reconstrucción europea se caracterizaron por su pasividad e incluso por una llamativa miopía. En efecto, la exigencia de pago de las deudas de guerra contraídas por las naciones aliadas, que debían saldarse mediante la transferencia de divisas exigidas a Alemania por Francia e Inglaterra en concepto de reparaciones, provocó un caos generalizado al momento en que Alemania manifestó su imposibilidad de hacer frente a tales compromisos, en 1923.
En tales circunstancias, las economías europeas, y muy especialmente la alemana, sólo consiguieron superar su crítica situación gracias a los préstamos americanos a corto plazo, sujetos a devolución inmediata, acercados a través del Plan Dawes e iniciativas similares. Éste fue el principal motivo de las constantes dificultades económicas del mundo en la década de 1920, y de la rapidez con que se extendió, en la de 1930, la recesión de los EE.UU a Europa, así como su gravedad.
Si bien los EE.UU. no habían conseguido mantenerse al margen del conflicto bélico, tanto su renuncia a formar parte de la Sociedad de las Naciones, cuanto su escaso compromiso con el proceso de reconstrucción europea, demuestran una manifiesta voluntad de tener el mínimo contacto posible con Europa y sus problemas. Este rechazo se tradujo, asimismo, en un movimiento de reacción violenta contra ciertos aspectos de la sociedad americana considerados “foráneos”, que perjudicó a los inmigrantes recientes de las grandes ciudades.
En tanto, los agricultores y los sectores acomodados no ocultaron su temor de que, con el fin de la guerra, se desatara una nueva oleada de inmigrantes hambrientos procedentes de Europa del sur y del este, liberados por el fin de la guerra. Se argumentaba que estos grupos no guardaban fidelidad a los EE.UU., y que mantenían su lealtad a sus países de origen y a iglesias extranjeras. Respondiendo a esta inquietud, aunque ya estaba en vigencia una legislación restrictiva en materia de inmigración, los cupos impuestos en 1921, se redujeron aún más en 1924. A fines de la década de 1920, la inmigración registró el índice más bajo desde 1820. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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