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25 de julio de 2022 | Literatura

Androcles, el ateniense

El atardecer de un gladiador

Había llegado a Roma siete meses antes. De los 27 gladiadores elegidos a suerte –mediante un denario de plata– para los encuentros de aquel domingo desapacible de otoño, bajo el reinado de Trajano, era el más alto y fuerte de todos.

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por:
Juan Basterra

Se llamaba Androcles, y era ateniense, de la estirpe de los jonios. En la casa de sus padres había comenzado el aprendizaje del latín y el arameo. Era amistoso y callado, pero temido.

Desgajaba las ramas de las encinas con sus manos poderosas, toscas y callosas, y era capaz de recorrer cuarenta metros con una roca de ciento treinta kilos afirmada a la parte superior de la espalda.

Durante los atardeceres de invierno, y a pocos metros del fuego amigable protegido por una jaula de hierro, leía las sentencias de su maestro Epícteto escritas sobre tablas de madera. No conocía la ira ni el temor, pero si la justicia y la compasión. En la ladera de un monte de pendiente pronunciada y olivares menesterosos daba sepultura a los perros muertos y olvidados en calles y baldíos, invocando con plegarias y lágrimas el descanso eterno de sus almas.

La tarde anterior a su muerte recordó a sus padres. Recordó también a cierta muchacha vecina, de nombre Aglaia, a la que había amado tímidamente durante algunos días de una primavera lejana. De la sala de armas vecina al lóbrego dormitorio común donde descansaba con los otros esclavos, llegaba el ruido estridente del hierro removido y los gritos de los forjadores.

El día de la justa eligió una espada corta y un escudo pequeño de madera, acaso pensando que de esa manera equilibraba a favor de su adversario, los dones que la Naturaleza había depositado en él mismo. Antes de salir a la arena recordó aquellas palabras de un filósofo desconocido que se había recitado tantas veces: "Muere conforme, no esperes aquello que no pudo ni puede acontecer; abandona la barca". Ató las correas del yelmo con fuerza y alegría; el sol declinaba hacia occidente. En el cielo entero del anfiteatro, el diamante de Venus era una partícula próxima y viva. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Roma, Juan Basterra, Literatura, Gladiador

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