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2 de agosto de 2022 | Nacionales

Por el futuro del país

Entretengan a Alberto para que no se vaya

En plena crisis de la Argentina, Alberto Fernández desaparece de la escena y se concentra en Olivos en la grabación de su disco con Gustavo Santaolalla.

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Algunos días atrás, antes de la tempestad que lo alejó de la botonera de control de gobierno nacional, Alberto Fernández admitió que no quería ser “el mejor presidente”. Este sinceramiento estuvo en sintonía con su demanda de tres años atrás, cuando en pleno armado del Frente de Todos había solicitado la embajada en España. Más aún, cuando Ricardo Alfonsín asumió ese destino diplomático, el mandatario explicitó que el hijo de su admirado referente histórico –Raúl Alfonsín- se hacía cargo de la función que él hubiera deseado.

Alberto Fernández nunca quiso ser presidente. Las circunstancias y el dedo de Cristina Fernández de Kirchner lo colocaron allí. No por generosidad: la vicepresidenta no quería ser la cara del ajuste y de las medidas desagradables que necesariamente habría que tomar al hacerse cargo de la “herencia recibida” del macrismo.

Así, decidió asumir una responsabilidad que nunca había querido –jamás le atrajeron las responsabilidades- inspirándose en su referente Raúl Alfonsín. En lugar de posicionarse desde un primer momento en una situación de fuerza, eligió la debilidad: débil con los fuertes, inflexible con los débiles. Su brújula siempre marcó el rumbo de la procrastinación y la ambigüedad. Quiso hacer de su debilidad su fortaleza: lo pagó la coalición gobernante y la inmensa mayoría de los argentinos.

Ni bien se conoció la victoria en las PASO en 2019, Alberto Fernández implementó su estilo de siempre: trató de distanciarse de CFK y acercarse a la oposición, para tratar de presentarse como ejemplo de moderación. La oposición lo rechazó y Cristina pudo confirmar que era el mismo pusilánime de siempre. En los tres meses que precedieron a la pandemia, su gobierno no tomó ninguna decisión importante. La cuarentena fue su sueño dorado: podía presentarse como “amigo” de todos. Hasta que su continuidad irracional y sus consecuencias económicas y sociales terminó desilusionando a propios y ajenos.

Sin embargo, siempre fue sincero. Desde un primer momento aclaró que no creía en los planes económicos, y que su mundo soñado era el de Bob Dylan y no el de Perón. Pero el crédito ya se le había consumido. Entre desaciertos propios y ridiculizaciones ajenas, terminó convirtiéndose en meme, destrozando la investidura presidencial.

Algún tiempo atrás, Sergio Berni disparó: “El que trajo al borracho, que se lo lleve”. Cristina terminó haciéndole caso y, tras mucho intentarlo, terminó corriéndolo de la escena.

Paradójicamente, lo que para cualquiera hubiera sido una deshonra o una afrenta, para Alberto significa retomar su ansiada prescindencia. Ahora está en condiciones de cumplir su sueño -grabar un disco con temas propios- tarea a la que dedica sus horas con el auxilio del mejor productor argentino, Gustavo Santaolalla, instalado en la Quinta de Olivos y pagado por todos nosotros.

Pero la política argentina siempre nos da sorpresas. Alberto, corrido de la escena –casi con satisfacción, ya que le espanta tomar decisiones-, se ha vuelto más esencial para la gobernabilidad que hasta hace apenas unos días. Si renuncia, no habrá plan Massa ni otra alternativa más que la asamblea legislativa, ya que Cristina no podrá gobernar. La Justicia o el veto corporativo se lo impedirían, y el gobierno del Frente de Todos tendrá un final acelerado.

Como guitarrista, cantante y compositor, Alberto resulta más útil y fundamental para la institucionalidad argentina que en el ejercicio concreto de la presidencia. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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