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5 de agosto de 2022 | Literatura

Acerca de la muerte

De la indestructibilidad de los seres

Hace muchos años -mi pequeña hija, como un testigo mudo, dormía a mi lado- volví a releer algunas palabras de Arthur Schopenhauer contenidas en su artículo “De la muerte y de sus relaciones con la indestructibilidad de nuestro ser en sí”.

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por:
Juan Basterra

Sabemos muy bien que no es de buen tino consultar determinados temas durante la noche. Lo avanzado de la hora; la luz velada que acompaña el preámbulo del sueño; los fantasmas de pensamientos que durante el día pasarán a ser amables imágenes desprovistas de un sentido ominoso, pero que durante la vigilia nocturna son compañeros sombríos de nuestro desvelo, así lo aconsejan. No siempre seguimos ese sabio y juicioso precepto: el vértigo y las ocupaciones diurnas, la inocencia de la experiencia iluminada por la luz del día, las preocupaciones que recorren cada una de nuestras horas, van desplazando el examen de determinados temas hasta el territorio solitario e inhóspito de la noche.

Olvidadas durante el día, abrazamos esas cuestiones cuando menos tendríamos que hacerlo. Las consideraciones tratadas por Schopenhauer (si consideramos con justicia la enorme  gravedad que encierran) forman parte, precisamente, de aquellos temas que mejor debieran ser examinados  a la luz del día (provistos de un espumoso café con leche acompañado de medialunas) que no durante la amenazante noche, cuando las cosas y los seres no parecen responder a “natura” y nos ofrecen su rostro más perturbador.

Decía, entonces, que releía a Schopenhauer (y eso a pesar de todas las razones expuestas más arriba) acompañado de la inocente presencia de mi hija que dormía. A mi lado, estaba la mesa de luz con su velador  encendido y la pila de obras del filósofo alemán. Con dos almohadas apoyadas sobre el respaldar de bronce de la cama, y el volumen que incluye el artículo sobre el regazo, mi desvelo era, y para la mayor de mis sorpresas, un desvelo próximo a la resignación.

Este desvelo resignado de que hablo –no experimentado desde hace tanto tiempo, que si tuviese que precisar uno semejante en naturaleza e intensidad, me sería a todas luces imposible hacerlo- tenía un motivo visible: la lectura de un libro recibido por correo un par de días antes, el poemario “El trabajo de las horas” del escritor cordobés Pablo Anadón y más concretamente de uno de sus numerosos y admirables poemas.


Pablo Anadón

El poema en cuestión se titula “In Memoriam” y es un conmovedor homenaje a la muerte temprana de un hermano de Anadón del que solamente conocemos las siglas y los años que enmarcan su brevísima vida.  El dolor perpetuamente renovado en el sobreviviente, el estupor interrogativo y sin respuestas arrojado a la nada, la irrepresentabilidad absoluta de la muerte, se encuentran  de tal manera presentes en el poema, que tuve que interrumpir abruptamente su primera lectura.

Los versos, con toda su consecuencia lógica, me habían hecho visible el recuerdo de mi querido hermano Ricardo, muerto hace ya tantos años, y el indecible sufrimiento padecido por mis padres. Volví al libro de Anadón unas horas después, y ya en trance de sueño. En la mesa de luz descansaban algunos volúmenes de Schopenhauer. Abrí el libro de Anadón en la página 105. Abrí uno de los libros de Schopenhauer en la página 594.

Sabía que ciertas palabras de este último aliviarían la pena que sentía, y me dispuse a leer (podría habérmelo recitado de memoria, hasta tantas veces lo había leído) aquel fragmento inolvidable que nos consuela del no ser de las personas que hemos amado: Aunque el vigoroso brazo que hace tres mil años tendía el arco de Ulises no exista, ningún espíritu racional y bien organizado creerá destruida para siempre la fuerza que en él obraba con tanta energía, ni tampoco, pensando juiciosa y gravemente, admitirá que la fuerza que hoy dobla el arco ha comenzado a existir con el brazo que ejecuta esta acción. Es mucho más lógico admitir que la fuerza que animó en lo pasado una vida hoy extinguida es la misma que anima la vida hoy existente.

Seguí leyendo a Schopenhauer hasta las primeras horas de la mañana. El libro del poeta descansaba al lado de mi pequeña hija. Apagué el velador: en la ventana, el impulso ascendente del sol era irrefrenable. Las vidas del pequeñísimo hermanito de Anadón, y de mi propio hermano -comprendí entonces, antes de sumergirme en el sueño- tendrían larga sobrevivencia.

IN MEMORIAM

Pablo Anadón

A. N. (1961-1964)

Hermano mío,
mi amuleto de infancia,
¿se lleva la memoria
de la mano que aprieta nuestra mano
hasta que nos dormimos?

Niño mayor
y para siempre niño,
que casi no estuviste
y creciste a mi lado
como la sombra suave
que se alarga en la tarde,
¿en dónde están aquellos días
que nadie más que vos podía vivir?
¿Por qué he vivido yo, y vos
has muerto todos estos años?

Hermano, mi pequeño
amuleto de infancia,
hoy más pequeño que mis hijos,
¿hay un lugar
donde lo muerto permanece?
¿Por qué sólo en el sueño
y nunca en la mañana
podemos ver la cara a nuestros muertos?

En ese día, hermano, el último,
dame tu mano diminuta
y regresemos juntos a la nada
por el zaguán de nuestra casa vieja. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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