Internacionales
"Aguafuerte de una derrota"
Tacuarembó
Durante la madrugada del 22 de enero de 1820, y en la Banda Oriental, uno de los segundos oficiales de Artigas, Pantaleón Sotelo, salió de su tienda de campaña en dirección al Tacuarembó.
Orinó copiosamente sobre uno de los meandros abandonados del río el vino portugués capturado a las fuerzas enemigas en la victoria de Santa María y observó la neblina que cercaba los contornos. Siguió camino hacia el puesto de vigilancia de las tropas. Casi todos los oficiales dormían. Su amigo Faustino Tejera escribía una carta a su familia.
Pantaleón lo llamó. Salieron. Los dos hombres comenzaron a pitar en silencio en medio de los mosquitos. Una urraca graznaba su lamento desde un árbol cercano. La tierra se había convertido en un enorme cenagal después de la creciente repentina del Tacuarembó. Los albardones no habían podido contener la enorme fuerza de irrupción del caudal y las botas de los oficiales se empantanaban en la trabajosa marcha nocturna. Había escampado durante la noche pero la persistente neblina cegaba todos los rumbos.
-Nuestra victoria tiene vida corta -dijo Tejera, sin alcanzar a medir el tamaño de su acierto-. No podremos enfrentar a los portugueses con este tiempo del diablo. La caballada no nos servirá de mucho. Empecemos a rezar a la Virgen Madre. Tendrás que escribir a tus deudos. Nunca se sabe.
Sotelo, supersticioso, respondió:
-No escribo cartas. Es de mala suerte. Harías bien en abandonar esa costumbre.
Comenzaba a clarear en el este. No había sido una buena noche para Tejera. La imagen de su perro “Fidalgo”, y un breve sueño en el que había entrevisto el rostro de su viejo enemigo Manuel de Santos Ribeiro, lo habían desvelado. Ahora se sentía agotado y viejo. Palmeo el hombro de su amigo Pantaleón y le dijo:
-Voy a hacer una cabezada. La necesito.
No volverían a verse. Unos minutos después del dialogo, las tropas luso-brasileñas comandadas por José María Rito de Castelo Branco Correia da Cunha Vasconcelos e Souza, Conde de Figueiras, comenzarían un ataque mortífero contra los hombres orientales.
Cuando los primeros caballos de los portugueses invadieron el acampe oriental, Pantaleón Sotelo estaba sacándose los pantalones. Se los volvió a poner en medio del griterío y empuño su viejo sable toledano. Alrededor suyo reinaba una confusión espantada. Corrió hacia el borde de un pequeño monte tratando de esquivar la acción de los caballos y mató a dos portugueses desmontados.
Enfrentó a otros tres. Fue malherido. En el lado opuesto del río el afanoso ir y venir de sus compatriotas era una imagen borrosa. “Pobres tapes”, se dijo en voz alta. Tropezó con el cadáver de un mulato uruguayo y dio de cara en el barro. Al levantarse se tocó el lado izquierdo del abdomen. Lo sorprendieron el tamaño y la profundidad de la herida. Pensó: “Estoy muerto”.
La tienda de su amigo Faustino Tejera estaba a pocos metros de distancia, pero sabía perfectamente que nunca podría alcanzarla. Un soldado brasilero, al que enfrentó con la última reserva de sus fuerzas, le pegó un planazo en la frente. Cayó sobre sus rodillas. De la herida, era un torrente lo que brotaba. No sabía dónde estaba su sable. Vio a pocos metros la degollina de algunos de sus hombres. Comenzó a rezar el Padrenuestro. No alcanzaría a terminarlo. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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