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Las denominadas “Revoluciones Liberales” o “Burgesas”, desarrolladas en los siglos XVII y XVII) significan experiencias paradigmáticas para el mundo occidental, aunque las claves y características de cada una de ellas difieren de manera significativa.
El punto de encuentro es, evidentemente, el inicio de la creación de un poder burgués, aunque su desenlace, sobre todo en los casos inglés y francés, sería mucho más elíptico y complejo de lo que habitualmente se supone.
En tanto la Revolución Inglesa contó con filósofos –como Thomas Hobbes y John Locke– que elaboraron sobre la marcha novedosas fundamentaciones sobre la naturaleza y los mecanismos del poder político, la Revolución Francesa partió de una base muy diferente, puesto que los revolucionarios experimentaron en principio las influencias de la revolución inglesa, de la revolución norteamericana y, finalmente, de las contribuciones de autores continentales formuladas a lo largo del siglo XVIII. En tal sentido, fue significativa la incidencia ejercida por los escritores de la Enciclopedia, como Condorcet, Voltaire o Diderot.
En lo referido a la separación de los poderes, resultó clave el influjo de la obra de Montesquieu, quien analizó en clave francesa el sistema político inglés, y postuló, por primera vez, la división formal entre los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) que en nuestros días nos resulta tan familiar en la letra, aunque no necesariamente en la práctica.
Las contribuciones de Jean-Jacques Rousseau, autor de “El contrato social”, quien publicitó los valores de la igualdad y fundamentó las bondades de la democracia directa, ejercieron gran influencia sobre la dirigencia jacobina y sus aliados sans-culottes. La alternativa entre democracia directa o democracia representativa constituyó uno de los debates principales del pensamiento político a partir del siglo XVIII. En el régimen político inglés, las dos cámaras existentes expresaban dos concepciones contrapuestas del origen y los fundamentos del poder que mantenían su vigencia en la sociedad británica. La Cámara de los Lores traducía la concepción jerárquica y nobiliaria de la sociedad, por lo que el estatus aristocrático era la llave que permitía el ingreso a sus bancas. La Cámara de los Comunes, en tanto, expresaba una concepción capitalista de la sociedad: la propiedad confería derechos políticos, y sólo quienes pagaban impuestos muy elevados eran incluidos en el padrón electoral.
Evidentemente, estas dos formas de concebir el orden social ejercían mutua influencia: en tanto la nobleza se desesperaba por incrementar sus propiedades y su riqueza, la burguesía invertía fortunas para obtener un título de nobleza, ya fuese accediendo al favor real o bien a través del casamiento de sus vástagos con miembros de la aristocracia.
En Norteamérica, en cambio, donde se ejercía el autogobierno desde los tiempos coloniales, la alternativa de construcción de un poder monárquico nunca fue barajada por los revolucionarios. De este modo, los debates sobre el régimen político deseable ignoraron la figura real e incluso la formación de una Cámara de los Lores, ya que también se descartaba la creación de una nobleza, lo que hubiera equivalido a refundar la sociedad sobre una base jerárquica. Sin embargo, la concepción aristocrática de la sociedad se reflejó en varias cuestiones. Una de ellas fue la creación de una Cámara de Senadores, a la que se accedía por elección indirecta, lo cual favoreció la formación de una especie de plutocracia; esto es, una aristocracia cuyo origen no era el estatus sino la propiedad. La población negra sólo accedió a un voto diferenciado después de la Guerra de Secesión –que concluyó en 1865–, los indígenas fueron privados del sufragio, y los blancos pobres que no pagaban impuestos recién estuvieron en condiciones de votar a partir de mediados de la década de 1820, cuando se sancionó el sufragio universal. Justamente, esta cuestión de las características deseables para el sufragio ocupó un papel central dentro de las reflexiones de los revolucionarios.
Los Padres Fundadores de los Estados Unidos –es decir los ideólogos y líderes de la revolución– consideraban que el régimen político no debía ser igualitario por naturaleza sino más bien expresar las diferencias sociales existentes en la sociedad, ya que en caso contrario, las mayorías alcanzarían el poder y liquidarían la propiedad de las minorías enriquecidas, por lo que apoyaron calurosamente la sanción del sufragio censatario. En sus escritos, Benjamin Franklin reflexionaba críticamente sobre el tema, relatando la siguiente anécdota: un conocido suyo tenía un burro y por la posesión de ese burro, debía pagar impuestos. Cuando el burro murió, él dejó de pagar impuestos. Y al dejar de pagar impuestos también dejó de votar. Por lo tanto, Franklin comentaba que su amigo terminó por preguntarse quién era el que efectivamente votaba, si él o el burro. En realidad, el planteo que se hacía era en qué medida resultaba lógico que fueran los bienes materiales y no la calidad de las personas, la simple condición humana, la que concediera derechos políticos a las personas.
Durante la Revolución Francesa esta problemática atravesó por distintas etapas. Los sectores girondinos planteaban un sufragio acotado, censatario. Por el contrario, los grupos jacobinos, encabezados por Robespierre, plantearon la idea del sufragio universal. Ellos buscaban crear una base política popular que los respaldara. Los sans-culottes, los sectores populares de París, no los iban a poder votar si para emitir su voto debían pagar impuestos. Además, apelaban a una justificación común a lo largo de toda la historia de la humanidad: cómo era posible que se le exigiera a una persona el pago de un derecho de sangre –es decir, que se incorporara a los ejércitos revolucionarios– y que luego esa misma persona no estuviera en condiciones de votar por no pagar impuestos. La ley de sufragio universal finalmente se impuso y se aplicó a la elección de la Convención Nacional, en 1792, pero luego, a medida que la situación interna –producto del hambre– y externa –consecuencia de la guerra contra los ejércitos invasores– se deterioró, los jacobinos terminaron por denunciarla, inclinándose por un acotamiento del sufragio ya que, debido a la crítica coyuntura por la que atravesaban, querían concentrar la mayor suma de poder posible.
Sin embargo, esta decisión tuvo el efecto contrario al buscado puesto que, en lugar de permitirles concentrar más poder, les significó la ruptura de su alianza con los sectores populares, y así su régimen se desmembró poniéndolos a merced de sus adversarios. La concentración del poder en manos de una nueva aristocracia, encabezada por el emperador Napoleón Bonaparte, garantizó la gobernabilidad y el orden social, aunque significó un marcado retroceso en la aplicación del principio igualitario y del ejercicio de las prácticas participativas y republicanas que había instalado, de manera incipiente, la revolución. Por encima de los experimentos incipientes de ejercicio de la democracia directa, la idea que se terminó imponiendo en la Francia revolucionaria fue la de representación en un sentido moderno. Quienes participaban de los estamentos y de las reuniones de Estados Generales eran representantes “en sentido antiguo”, es decir, eran los miembros sociológicamente más representativos de las características de un estamento. Eran aquellos en los cuales el resto de los integrantes de ese grupo social se podían mirar y verse reflejados. Los representantes de los estamentos sólo podían votar lo que se les encargaba, por lo que sus decisiones no expresaban criterios personales, sino estamentales. Cuando se convocaba a los Estados Generales, quienes eran enviados a participar recibían instrucciones que les señalaban qué cosas votar y cómo hacerlo. Luego, lo que ellos votaban era respetado por los demás en la medida en que esto tradujese el mandato que se les habían dado.
Por el contrario, la idea de representación que se impuso con la Revolución Francesa es una idea moderna. De acuerdo con ella, una vez que la sociedad elige a alguien para que la represente, no le puede cuestionar lo que ese representante decide. Su único límite es la duración de su mandato y la forma de sancionarlo consiste en no volver a votarlo. De este modo, el representante se “despega” de los que lo votaron. Más aún, la teoría moderna de la representación, fundamentada por el abate Sieyèsen 1788, sostiene que si bien una persona es designada como representante por el voto de un grupo acotado de personas, al momento de ser electa no debe representar ya únicamente a los que lo votaron sino que pasa a ser representante de la nación. Es decir, que debe legislar para el bien común y no para los intereses particulares de quienes lo escogieron. De más está decir, hablando con estricto pragmatismo, que a menudo esta concepción de la representación ha servido para que los representantes llegaran a esa función con el voto de unos sectores sociales, y legislaran o gobernaran en beneficio de otros.
En realidad, la burguesía decimonónica no tuvo empacho alguno en identificar sus propios intereses con los de la nación, razón por la cual la noción de representación adquirió a menudo el estatus de una ficción representativa. En un primer momento, los padres fundadores de los Estados Unidos desecharon esta concepción de representación del interés general, argumentando que los representantes debían legislar en beneficio de sus propios votantes, ya que el interés nacional o general no era una cuestión abstracta, sino que era la síntesis de intereses particulares expresados en las cámaras. De este modo, la relación entre los intereses particulares contrapuestos debía dirimirse en las cámaras, mediante la capacidad de elección de representantes: los intereses que tenían más peso dentro de la sociedad norteamericana contarían con mayor número de representantes, y los menos significativos, con menos.
El problema era evidente: ¿cuál debía ser la vara para medir la importancia de esos intereses? ¿La composición de las cámaras debía expresar un equilibrio numérico a través del sufragio universal o su base debía ser la propiedad?
Al tratarse de una revolución claramente burguesa, esta concepción de la representación impedía la extensión del sufragio, ya que en este caso, la propiedad de los bienes podría ser cuestionada por parte de los miembros de las mayorías desposeídas. Además, existía una segunda cuestión fundamental que el voto censatario no permitía resolver: la obediencia de quienes estaban privados de derechos electorales. Las dos preguntas que han disparado históricamente las reflexiones sobre el poder político han sido: ¿por qué –y cómo– mandan los que mandan? y ¿por qué obedecen los que obedecen? El régimen basado sobre el sufragio censatario daba respuestas para la primera cuestión, pero en modo alguno para la segunda. En cambio, la concepción de la representación basada en la ficción de la soberanía de la nación y el sufragio universal permitía responder ambas preguntas. Quien participaba de la elección emitiendo un sufragio no podía negarse posteriormente a obedecer las decisiones del poder político, incluso cuando los representantes que él mismo había escogido terminaran consagrando intereses opuestos a los suyos, ya que el único límite era la duración del mandato y la única sanción, la opción de no volver a votarlos.
Debido a su gran operatividad, esta concepción de la representación se fue consolidando durante el siglo XIX y mantiene su vigencia 250 años más tarde. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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