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25 de agosto de 2022 | Historia

De una a la otra

La Revolución Francesa y la Revolución Rusa

La comparación entre la Revolución Rusa y la Revolución Francesa ha sido un lugar común entre los historiadores.

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por:
Alberto Lettieri

Para la mayor parte de los autores marxistas, la Revolución Francesa habría marcado el triunfo de las tendencias y valores de la burguesía a escala internacional, y significado la precondición indispensable para otra revolución, mucho más radicalizada –la rusa–, que marcaría la victoria definitiva del proletariado. Esta interpretación resulta bastante dogmática puesto que, a la luz de los procesos históricos del siglo XX, cabría preguntarse no sólo cuán definitiva ha sido esa victoria, sino si efectivamente el proletariado habría salido victorioso en la experiencia.

Sin embargo, no han sido únicamente los marxistas quienes trataron de vincular a ambas revoluciones. Por ejemplo, el historiador francés François Furet ha establecido una comparación similar, afirmando que en tanto la Revolución Francesa posibilitó el triunfo de algunos valores fundamentales para la fundación de las sociedades modernas, como por ejemplo la libertad, el sufragio universal, la igualdad, etcétera, la revolución en la Unión Soviética no dejó nada o –mejor dicho– dejó muchas cosas, pero todas ellas detestables, ya que ninguna sociedad actual difícilmente podría imitarlas, ni tomarlas como modelo. ¿Cuál fue esa herencia? Un partido único, la prohibición de la libertad de expresión y de reunión; una enorme burocracia que gobernó en beneficio propio, haciendo caso omiso de la sociedad; la censura y la imposibilidad de manifestarse en disidencia; el miedo y el autoritarismo ejercido por todas partes... En su juventud, Furet había sido marxista, y luego pasó a tener una posición muy crítica –más que del socialismo o de Marx– del comunismo moscovita, y del tipo de dictadura que éste significó. De este modo, no deja de reconocer la habilidad y la potencia del análisis de Marx y su capacidad para leer las contradicciones y las características del capitalismo, pero subraya que de este universo de ideas, en lugar de posibilitar la creación de una versión superadora de la democracia, de la república o de la sociedad capitalista, nació un régimen que a su finalización, a principios de la década de 1990, no tenía nada para vanagloriarse: legaba una burocracia corrupta, el autoritarismo, las mafias, los enfrentamientos entre grupos de poder, el armamentismo, etcétera. En síntesis, Furet no formula una recusación al socialismo en sí, sino al hecho de que su universo de ideas fue travestido inicialmente por una vanguardia, y luego por un partido único, para tratar de legitimar desde la crítica al capitalismo una de las peores dictaduras de la historia.

Esta diferenciación entre el universo de ideas del socialismo y el engendro que a nombre del socialismo ocupó el poder en la URSS permite destacar que, a lo largo de los siglos XIX y XX, el marxismo ha orientado la reflexión y la obra de buena parte de los principales artistas, intelectuales y creadores de Occidente, y que ese universo de ideas impulsó la renovación cultural y la independencia de espíritu, aunque –paradójicamente– sólo en aquellos lugares en los que el comunismo no consiguió instalarse, y donde el socialismo siguió siendo una fuerza más dentro de un pluralismo democrático, ya que el comunismo hundió con su bota de hierro hasta los vestigios más mínimos de la libertad humana, imponiendo sus tendencias autoritarias, sus dogmas, las interpretaciones oficiales y la censura.

En realidad, tanto el liberalismo como el socialismo comparten una misma idea de hombre. Desde la perspectiva marxista, se considera que el socialismo vendría a ser una especie de versión superadora de una concepción de hombre que está presente en el universo de ideas del liberalismo, a la que debe adjudicarse el sorprendente desarrollo alcanzado por las fuerzas productivas en el mundo moderno. Sin embargo, si 231 la civilización en debate bien ese desarrollo tenía un lado muy positivo porque estimulaba una generación de bienes y de riquezas inédita, ciertamente sólo algunos gozaban de estos beneficios. Por este motivo, al agotarse las posibilidades de expansión de las fuerzas productivas en el marco del sistema de producción capitalista, éste debería derrumbarse, para ser reemplazado por un sistema solidario, que hiciese hincapié en la igualdad entre los hombres y que ya no precisase de un Estado, puesto que éste era definido como una herramienta al servicio de la clase dominante.

El socialismo, sistema de una sola clase –y por lo tanto, expresión de una sociedad sin clases, ya que éstas sólo podían conformarse en la relación con su antagonista–, era la utopía que se ofrecía bajo un barniz presuntamente “científico”, que traducía la matriz positivista de la época. Si bien el socialismo y el liberalismo reconocen una raíz común, en el período de entreguerras aparecieron otras vertientes a la izquierda o derecha del liberalismo y del socialismo, que fueron esencialmente nacionalistas y autoritarias, y que tenían otras ideas del hombre, de la sociedad, de las formas que debía adoptar la relación entre la sociedad y el hombre, y entre el Estado y la economía.

Avanzando sobre el proceso histórico concreto, puede afirmarse que, para los inicios del siglo XX, Rusia todavía era una potencia militar muy importante. Pero, a niveles económico y social, era una de las sociedades más retrasadas de Europa. En este sentido, apenas había unos pocos polos industriales en las cercanías de Moscú y de San Petersburgo. En líneas generales, se trataba de una sociedad aristocrática, con una monarquía absoluta, en la cual el régimen parlamentario, creado a partir de la revolución menchevique de 1905, había fracasado drásticamente. Era una sociedad compuesta por grandes terratenientes muy poderosos y campesinos miserables, la mayoría de ellos sin tierra, y no contaba con una burguesía fuerte ni con una clase obrera numerosa. Por estas razones, era una sociedad descartada en los diagnósticos que pretendían avizorar dónde podía llegar a implementarse en la práctica las ideas científicas de Marx y Engels, ya que, en virtud de éstas, la revolución debería ser la consecuencia de la evolución máxima del capitalismo, que iba a terminar por desnudar todas sus contradicciones.

Siguiendo este razonamiento, ¿cómo podría producirse la revolución en una sociedad atrasada, en la cual las fuerzas productivas no se habían desarrollado? La Revolución Rusa dejó en claro que el curso de desarrollo de las sociedades humanas pronosticado por Marx y Engels no tenía nada de tal, sino que se trataba de una utopía social más, que correspondía al terreno de la especulación romántica antes que a la aplicación de criterios científicos concretos.

Esta distancia existente entre las formulaciones teóricas y su versión histórica concreta no impidió que quienes impulsaron el proceso revolucionario asumieron como propio ese marco de ideas. En efecto, en algunos de sus trabajos teóricos previos a la revolución, tales como El Estado y la revolución o ¿Qué hacer? Lenin aceptaba la idea de Marx en el sentido de que el Estado era una herramienta de dominación de una clase sobre otra, pero, simultáneamente, planteaba que la disolución del Estado no podría ser inmediata. Por el contrario, durante algún tiempo la Revolución necesitaría de la existencia de un Estado revolucionario, en cuyo seno se establecería un régimen de Dictadura del Proletariado, cuya función sería la de sentar las bases de una nueva sociedad, para recién luego desaparecer. De hecho, otra de las críticas que se le hacen al régimen soviético es que, para 1990, el Estado todavía no había desaparecido. Por el contrario, a lo largo de varias décadas se había verificado su consolidación, el agigantamiento constante del Estado, con una injerencia cada vez mayor dentro de la vida cotidiana de las personas y de las estructuras sociales.

La Revolución Rusa presenta numerosas contradicciones. Básicamente, porque parece estar lidiando constantemente con ese universo teórico que oficialmente había adoptado. Así, los primeros datos económicos que recibían los revolucionarios respecto de las medidas que aplicaban – por ejemplo, la estatización de la banca, de los ferrocarriles y de la propiedad– en lugar de generar un mayor bienestar en la sociedad, multiplicaban el hambre y miseria, aunque estos resultados intentaban disimularse con el argumento de que su causa radicaba en la acción de los contrarrevolucionarios del Ejército Blanco, que combatían con fortuna muy escasa al Ejército Rojo organizado por León Trotsky.

Cuando la contrarrevolución cesó en 1921, y con ella la etapa del “comunismo de guerra”, la alternativa que encontraron los revolucionarios consistió en adoptar la Nueva Política Económica (NEP), que en la práctica significaba reconocer el fracaso de sus iniciativas anteriores, dando marcha atrás en el proceso de colectivización. La NEP planteaba la privatización de las pequeñas y medianas propiedades, y la asignación de un papel más protagónico a la iniciativa individual. Esto generó una serie de contradicciones entre la dirigencia que monopolizaba el poder, a sangre y fuego. Finalmente, tras la muerte de Lenin, interminables intrigas palaciegas permitieron que José Stalin se encaramara en la dirección, a costas de la organización de sangrientas “purgas” (matanzas) de opositores y competidores.

Así las cosas, a diferencia de la Revolución Francesa, la Revolución Rusa no puede ser considerada como la expresión de un proceso de revolución social –es decir, como un producto social–, sino como una imposición por parte de una vanguardia que organizó una dictadura política y un Estado autoritario a su medida, que retuvo como cotos de caza, que le permitieron impulsar iniciativas no menos brutales que las que habían caracterizado el estilo de gobierno de los zares. Los juicios sistemáticamente despectivos que Lenin descargó sobre los campesinos a lo largo de sus trabajos constituyen una prueba contundente de esto. En efecto, pese a que la población rural representaba casi el 90 por ciento del total, Lenin no cesaba de descargar sobre ellos improperios, acusaciones, desconfianzas. A su juicio, quienes soportaban sin hesitar los privilegios aristocráticos y la servidumbre zarista no podrían ser considerados como una fuente de inspiración de la acción revolucionaria. Sólo podrían esperarse de ellos traiciones. Por esta razón, Lenin hacía especial hincapié en el papel que debían jugar los soldados y los obreros, quienes constituían una minoría dentro del conjunto de la sociedad. Por esto, desde las primeras etapas de la revolución, la vanguardia de los dirigentes no se preocupó por implementar ninguna forma de representación o de expresión masiva de la sociedad rural –como, por ejemplo, el sufragio popular, plebiscitos, etc.– sino que pretendió montarse sobre el consenso de los soviets. Los soviets eran comités de reunión, asambleas populares urbanas, que tenían dos características principales. En primer lugar, eran minoritarias y dentro de ellas tenían participación mayoritaria obreros y soldados. Y en segundo lugar, por la dimensión que fue tomando el Estado revolucionario, a estas asambleas les sucedió lo mismo que a los clubes populares y asociaciones en tiempos del Comité de Salvación Pública de los jacobinos franceses: en lugar de que el gobierno se ocupara de implementar las demandas de los comités o de las asambleas –confirmando de este modo un verdadero cambio revolucionario respecto de la lógica de la política representativa burguesa–, las autoridades se empecinaron en imponer políticas a través de la manipulación y la coacción, para luego presentarlas como fruto de la acción de los soviets. Por lo tanto, en cuanto construcción política había una dictadura y un orden autoritario de gobierno, que no sólo excluía al 90 por ciento de la población rural sino que tampoco atendía en demasía las iniciativas del 10% restante. Ese orden autoritario se fue prolongando en el tiempo. De hecho, pese a la fantasía elaborada por la propaganda comunista, no se trataba de una sociedad capaz de generar alternativas propias, autónomas, de abajo hacia arriba, sino que fue adquiriendo nuevos contornos a partir del ejercicio de la imposición o de la planificación, que fue la palabra clave en la administración de José Stalin, quien llegó al poder en 1924. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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