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22 de septiembre de 2022 | Historia

Siglo XX

Cien años de violencia

Paradójicamente, el Siglo XX se inició sobre el andamiaje teórico de dos pensadores del siglo XIX: Karl Marx y Max Weber. Bajo su auspicio intelectual se construirían los cimientos del pensamiento del siglo siguiente, aunque las obras de Weber de mayor influencia fueron escritas en las primeras décadas del pasado siglo.

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por:
Alberto Lettieri

¿Por qué elegir a estos pensadores y no otros? Ambos debaten sobre un problema filosófico que la humanidad no ha resuelto: el lugar que ocupan los valores en la sociedad y cuál es el valor fundante de la política. Marx pertenece a la tradición objetivista de la filosofía que considera que existe una verdad universal y objetiva que se puede descifrar a partir de la ciencia. De acuerdo con esta premisa constitutiva, la evolución indefectible de las fuerzas productivas permitiría arribar a la verdadera emancipación humana.

En tanto Marx se apoya en el carácter científico de las leyes universales de la historia y es la ciencia la que permite que el hombre comprenda sus valores y sentido histórico, Weber rompe con esta tradición, de origen aristotélico, considerando que no existe ningún valor objetivo ni universal. Para Weber, la ciencia sólo explica la lógica de funcionamiento del mundo pero nunca su sentido. La pregunta por el sentido del mundo no tiene una respuesta unívoca, sino varias respuestas posibles. Esto es lo que denomina el retorno al politeísmo, es decir, la diversidad de valores en pugna. En síntesis, el lugar de los valores y de la ciencia constituyen el primer eje de discusión.

El segundo refiere al carácter constitutivo de la política. Marx asimila la política al ejercicio del poder de la burguesía, así como de las anteriores formas de dominación. Siendo así, la política en su esencia es entendida como violencia. La violencia es fundadora de las dominaciones, expresadas para el marxismo en la explotación de una clase sobre otra. En Weber, la política es poder y éste también resulta en última instancia el ejercicio de la violencia. Puede asumirla como legítima, pero violencia al fin. Esta introducción describe todos los problemas que constituyen el pensamiento del siglo XX: la violencia, el poder y el lugar de los valores en un mundo que ya ha consolidado su secularización pero no ha logrado conciliar pluralidad de valores con la libertad y la igualdad.

La relevancia de los valores en el siglo XX alcanza tanta magnitud que, en la década del 40, Ludwig Wittgenstein asimiló la pugna de valores a los juegos del lenguaje; llegando incluso a definir a la filosofía como el medio más idóneo de establecer lo que el hombre puede decir o no. Esto anticipa que el siglo XX no fue tan rico en nuevos conceptos como lo ha sido el Siglo de las Luces. De hecho, el mismo parece más la restricción y malversación de la idea de razón esgrimida por Voltaire que una superación de las ideas que dieron fundamento a la sociedad moderna. Pero en un siglo signado por la violencia, era indefectible que la política fuera un elemento central. La política se materializa en una arquitectura jurídico-estatal que se define como última ratio en ser detentadora de la violencia. En esto no había diferencias de fondo entre Weber y Marx, pero mientras Marx consideraba posible eliminar toda política bajo una sociedad sin conflictos, Weber consideraba que el conflicto no se podía eliminar en tanto era parte constituyente del ser humano. Todo intento de este tipo devenía en totalitarismos.

Este dilema, siempre presente, adquirió rasgos extremos cuando la pugna por valores se transformó en conflictos entre naciones. Allí, sin un órgano supranacional que contenga juridicidad alguna, la violencia se encarnó en los cuerpos de millones de personas y la era de las matanzas se inició. Toda agregación social comienza con la violencia fundadora, y tanto en 1914 como en 1939, la violencia fue la negación del “otro”, la aniquilación de los “valores” ajenos, considerados como enemigos. Carl Schmitt es el mayor exponente de este pensamiento político. Protagonista de su tiempo, declara el fin del liberalismo –del laissez faire, laissez passer–, y advierte que se ha producido una transformación inevitable de la relación entre Estado y sociedad. Ha dejado de existir la contraposición entre ambas esferas, según la cual la sociedad, para preservar su autonomía, limita el poder del Estado. Schmitt afirma que la dicotomía entre Estado y sociedad es propia de la era –inaugurada en el XVIII– ilustrada, positivista y liberal; la década de 1930 inaugura un tiempo donde Estado y sociedad están interpenetrados.

El Estado se encuentra, al menos potencialmente, interesado en abarcar todos los dominios sociales. Todo se vuelve potencialmente político. Política es Estado. Entender esto es reducir su radio de acción, ya que la política crea la sociedad y el Estado. Por lo tanto, si es por ámbito de actuación, se mueve en toda la sociedad, porque la constituye y le da forma. La política funda la sociedad y la mantiene sobre la base de tomar una decisión: quién es el amigo y quién el enemigo.

El elemento que permite agrupar y expulsar no se fundamenta en ninguna norma trascendente u objetiva, sino que surge de la nada. Es sólo una voluntad subjetiva la que decide cuál es su único valor y decide a partir de allí el curso de la acción política. De ahí que la teoría schmittiana sea conocida como el “decisionismo político”, pues nada exterior a la voluntad regula la decisión. Por supuesto que esta teoría se distancia de la de Weber, ya que éste jamás justificaría la elección de un valor sustrayendo la legitimidad de otros.

Resulta claro por qué la teoría de Carl Schmitt se asoció con los totalitarismos en general, y en particular, el nazismo. De acuerdo con este pensador, la falsa distinción entre sociedad civil y sociedad política se diluye, pues todo se convierte en potencialmente político. La asimilación de la política con la contienda bélica era esencial para la puesta en práctica de esta escuela decisionista. El modo de ser de un pueblo, su personalidad, es la que define el valor, y claro está que Adolf Hitler, con sus argumentos sobre los valores de la raza aria, supo hacer de esta teoría una práctica política devastadora. Es sintomático que un mundo con tanta capacidad de ejercer violencia estuviera recurrentemente preocupado por el poder.

Y efectivamente, fue así. Friedrich Nietzsche ya había transitado por las mismas temáticas, considerando que la voluntad de poder es la única capaz de falsificar la realidad para crear la ilusión de un fundamento estable. El poder tiende a domesticar cualquier movimiento diferenciado instaurando un sistema de valores que opera como fundamento o matriz de sentido del magma social. Sin embargo, la voluntad de poder exitosa cohabita con voluntades sometidas, pero no desarmadas. En este sentido, todo orden se caracteriza, necesariamente, por una permanente puesta en escena de intranquilidad, tensión y lucha entre distintas voluntades que pugnan por instituir su poder y jerarquía. En tanto es una continua tensión, Nietzsche asegura que el poder es siempre precario, ya que el orden y dominio de una voluntad estarían siempre amenazados, lo cual obstruye cerrar el círculo del orden o dominio absoluto.

De ahí que Antonio Gramsci definiera la necesidad de lograr la hegemonía. Encuadrado en el marxismo del siglo XX, analizó que los valores del proletariado debían universalizarse a través de la conjunción entre los intelectuales y los obreros, de acuerdo con las nuevas formas de sometimiento ideológico que encaraba el capitalismo y la necesidad de acelerar el proceso de toma de conciencia. Fueron los tiempos donde el problema del poder se emplazó con las formas de la ideología. Y muchos fueron los pensadores que estudiaron ese problema.

Ya Marx había encarado el problema del universo simbólico distinguiendo la clase en sí de la clase para sí. El universo simbólico se construye a partir de la vida cotidiana de los individuos, pero al transitar generación tras generación va, parafraseando a Marx, perdiendo su independencia. Para el marxismo, el pensamiento no es anterior a la acción del hombre sino consecuencia de ella, y al ser sometido a las condiciones materiales de existencia pierde su esencia. Por ello cuando las condiciones de existencia de los individuos se expresan con la mera materialidad para su subsistencia, lo que generalmente reviste su pensamiento es una falsa conciencia y no un conocimiento profundo de la verdadera condición de explotación a la que es sometido cotidianamente.

Es en este sentido que se puede decir que el universo simbólico opera como una alienación de la verdadera conciencia de clase. Esta suerte de enajenación remite a la esfera de dominio que ejerce la clase dominante y permite su extensión en el tiempo. ¿Qué instrumentos utiliza el poder para universalizar su propio marco simbólico a las clases sociales subordinadas a las cuales domina y somete?

Louis Althusser es quien da la respuesta a este interrogante. El Estado, como garante de las relaciones sociales imperantes –capitalista– utiliza lo que este pensador denominó los aparatos ideológicos del Estado, los cuales se expresan a través del sistema cultural y de los órganos que atraviesan el conjunto de las fibras sociales.

Existe un cierto consenso en estudiar a la ideología como un elemento que se define por su negación, siendo un tipo de construcción mental que requiere de la existencia de un enemigo para la reafirmación de su identidad. En esta preocupación se insertó Karl Mannheim quien distinguía el concepto particular de ideología que constituye una parte del pensamiento del adversario, del concepto total de ideología, referido al momento totalizador que impone el adversario, y el concepto de ideología general, donde Karl Mannheim ve un hilo conductor que vincula el pensamiento del adversario con el de uno mismo. Siendo un adelanto del concepto de universo simbólico, no desnuda el poder que esconde la presencia de una supuesta “ideología general”.

Con el concepto general de ideología, la sociología del conocimiento concluye que no existe pensamiento humano que esté inmune a las influencias ideológicas de su contexto social. Esta corriente de la sociología considera que si bien estas influencias ideológicas no pueden erradicarse del todo, podrían mitigarse mediante el conocimiento de todas las variantes que permiten la elaboración de estas construcciones mentales. Claro está, Karl Mannheim es un sociólogo de la primera mitad del siglo XX y, por ello, no escapó a la idea extrema de la racionalidad instrumental y su voluntad general para la planificación racional de la vida humana. Y esta planificación no tuvo como respuesta exclusiva a los totalitarismos sino también a ese híbrido y exitoso sistema de regulación capitalista: el Estado de Bienestar. (www.REALPOLITIK.com.ar)


ETIQUETAS DE ESTA NOTA

Alberto Fernández, Karl Marx, Max Weber

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