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26 de septiembre de 2022 | Literatura

Atentado contra Sarmiento

El pasado siempre vuelve

Según postula Borges, a la realidad “le gustan las simetrías y los leves anacronismos” (“El Sur”), y al destino “las repeticiones, las variantes, las simetrías” (“La Trama”).

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por:
Diego Marín

Todo ello marcaría distintos momentos en un tiempo que supone circular, descartando un transcurso rectilíneo y, por ende, progresivo. Así, los acontecimientos se repetirían una y otra vez, aunque no estrictamente, y, por supuesto, con otros actores, ya que en definitiva serían esencialmente los mismos, pero en diferentes vueltas de un inagotable girar. 

Las crónicas de la segunda parte del siglo XIX señalan que a Domingo Faustino Sarmiento lo apodaban “El Loco” y que ejerció la Presidencia de la Nación de acuerdo con su personalidad: lúcida, intensa, ególatra, carismática, contradictoria y controversial. 

Por esas razones, fue amado y odiado en dosis semejantes y con igual vehemencia. Su fama de loco estaba extendida en todo el ambiente político, entre adversarios y seguidores, y él la abonaba con recurrencia y orgullosa aceptación. Pero, como consecuencia, tuvo que padecer infinidad de burlas, descalificaciones y hasta un frustrado intento de asesinato. 

La noche del 22 de agosto de 1873 se dirigía a la casa de su ministro Dalmacio Vélez Sarsfield, no para visitarlo a él precisamente, sino a su hija Aurelia. Al atravesar con su carruaje presidencial  el cruce de las calles Corrientes y Maipú, en pleno centro de Buenos Aires, fue interceptado por los inmigrantes italianos Francisco y Pedro Güerri y Luis Casimir, contratados por un agente del caudillo entrerriano Ricardo López Jordán, el mismo que había mandado a matar a Urquiza.

El primero de ellos le disparó con un trabuco de bronce de boca ancha, desde muy corta distancia, pero la carga del arma, por exceso de pólvora, estalló en su mano sin alcanzar a Sarmiento.

Al llegar a su destino, Vélez Sarsfield salió alarmado a recibirlo, pero el sanjuanino se bajó displicente y tranquilo. Su sordera, que apenas le dejaba traspasar sonido, y el ruido de los cascos de los caballos sobre el empedrado, lo mantuvieron ajeno a lo ocurrido. Ni siquiera lo creyó cuando se lo informaron, hasta que comenzaron a arribar, preocupados, sus amigos y funcionarios del gobierno, a presentarle sus congratulaciones por la fortuna de haber salido indemne. 

La investigación posterior determinó que los sicarios también portaban puñales  que, igual que los proyectiles, estaban impregnados con sustancias tóxicas, como sulfato de estricnina, ácido prúsico y bicloruro de mercurio, por lo que hubiese bastado un mínimo contacto para que le provocaran la muerte. 

Tiempo después, los autores fueron juzgados penalmente, acusados del delito de tentativa de homicidio, por el que el fiscal Ventura Pondal solicitó la pena de muerte para  los tres. Pero el fallo del  juez Octavio Bunge condenó a Francisco Güerri a 20 años de prisión, y a Pedro Güerri y Luis Casimir a 15 años, aunque, posteriormente, la Cámara del Crimen redujo la pena de éste último a 10 años de prisión, todas de ejecución efectiva.

Ya durante el gobierno de Julio A. Roca, los condenados le requirieron  que mediara para obtener la conmutación de sus respectivas penas, alegando que habían actuado “como unos pobres locos extraviados”. No obtuvieron ninguna repuesta y debieron seguir cumpliendo sus condenas, hasta que Pedro Güerri murió en prisión el 30 de abril de 1883 y Francisco fue indultado por el presidente Miguel Juárez Celman

149 años después, en un nuevo giro de la interminable rotación del tiempo que conjetura la imaginación borgeana, asistimos a la reaparición del atentado político en la Argentina, sin perjuicio de las asimetrías que puedan verificarse; como también, sin distinción de bandos y sus prácticas intolerantes.

La exacerbación de las diferencias, los intentos de exterminio de las ideas ajenas, del sostenimiento de posiciones extremas y rígidas, el fomento del fanatismo a través de discursos, símbolos y eslóganes, a modo de juicio sintético a priori, buscan cautivar a las masas mediante la cancelación del uso de la razón concreta y del pensamiento crítico.  

La idea pitagórica de la circularidad del cosmos, en el que no hay eternidad sino ciclos que se reiteran una y otra vez, es aludida por el propio Borges, que insiste sobre el tema  en el poema “La Noche Cíclica”: los astros y los hombres vuelven cíclicamente, renovándose la creencia en construcciones mitológicas y la reaparición de lugares emblemáticos equivalentes.

Esto pareciera encontrar su demostración fáctica en nuestra actual realidad política, desarrollada a imagen del pasado, anticipando, tal vez, su futura replicación. (www.REALPOLITIK.com.ar)
 

Biografía: Diego Marín. Abogado. Autor de la novela judicial “El Jurado Siete (7)”.


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