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6 de enero de 2023 | Historia

Los orígenes

El gobierno representativo y la distinción entre la libertad de los antiguos y la de los modernos

El uso corriente presenta como variedades de la democracia a la democracia representativa y la democracia directa.

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por:
Alberto Lettieri

Sin embargo, si bien resulta evidente que lo que hoy designamos como democracia representativa tiene sus orígenes y presenta las huellas de las tres revoluciones modernas –la inglesa, la norteamericana y la francesa (sobre todo, en el caso norteamericano, donde muchas de las disposiciones de la Constitución de 1787 continúan en vigencia)–, ese régimen no fue concebido por sus creadores como una forma de democracia, ya que por tal consideraban al régimen imperante en las pequeñas ciudades de la antigüedad clásica. Por el contrario, para referirse al régimen instituido por ellos, utilizaron los conceptos “gobierno representativo” o “república”.

En efecto, tanto el norteamericano James Madison como el abate francés Emmanuel Joseph Sieyès recalcan expresamente que el nuevo régimen prescripto no constituye una adaptación de la democracia de los antiguos, producto de la imposibilidad técnica de reunir en asambleas a los pueblos de los grandes estados –como lo había sugerido Rousseau–, sino una forma de gobierno sustancialmente diferente y superior. Este nuevo régimen se sostenía sobre una renovada concepción de la representación.

En el pasado, las sociedades estamentales habían utilizado una concepción “sociológica” de la representación, según la cual los miembros más destacados de cada uno de los estamentos u órdenes eran reconocidos como sus representantes naturales; es decir, los representantes “reflejaban” socialmente a sus pares. 

Por el contrario, la nueva concepción de la representación, esencialmente política, permitía refinar el tratamiento de los negocios públicos, al designar como representantes del conjunto de la nación soberana –y no de sus electores particulares– a un cuerpo electo de ciudadanos, distinguidos por su sabiduría, su patriotismo y su amor por la justicia, y decididos a impedir que las decisiones públicas respondiesen a intereses personales o grupales, tal como sucedía en el caso del voto imperativo.

El sistema representativo, de este modo, ponía a los gobernantes virtuosos en condiciones de resistir las pasiones efímeras y desordenadas que imperan en cualquier comunidad, volviéndolos responsables de sus decisiones. 

De tal manera, los cuatro principios fijados para el gobierno representativo moderno fueron desde un principio: a) los gobernantes son elegidos por los gobernados a intervalos regulares; b) los gobernantes conservan en sus iniciativas un margen de independencia en relación con los gobernados; c) una opinión pública sobre los temas políticos puede expresarse fuera del control de los gobernantes, pero no tiene necesariamente efectos vinculantes inmediatos con la toma de decisiones políticas; d) la decisión colectiva es tomada al término de la discusión (el objetivo de las discusiones tiene como objeto producir consentimiento, pero no implica que ninguna opinión sea considerada inferior a las demás). 

La antítesis entre liberalismo y democracia, bajo la forma de una contraposición entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos, fue enunciada y argumentada por Benjamin Constant, en un discurso pro nunciado en el Ateneo Real de París en 1818, en los primeros años de la restauración borbónica. Según Constant, la finalidad de los antiguos consistía en distribuir el poder político entre todos los ciudadanos de una misma patria, y a esto llamaban libertad; el fin de los modernos, en tanto, consistía en limitar el ejercicio del poder por parte del estado, y llamaban libertad a las garantías acordadas por las instituciones.

Para Constant, ambos fines eran contradictorios, ya que la participación directa de los antiguos en las decisiones colectivas (o libertad en sentido positivo), terminaba por someter al individuo a la autoridad del conjunto, en tanto el ciudadano moderno reclamaba al poder público su libertad como individuo (o libertad en sentido negativo). De este modo, la libertad de los modernos consistía, fundamentalmente, en el goce efectivo de la independencia privada. El énfasis puesto por el pensamiento liberal en las garantías jurídicas del individuo respecto de la acción del poder político implicó una verdadera revolución copernicana en la teoría del estado, que dejó de ser enfocada desde la perspectiva del poder soberano –como lo habían hecho Bodin o Hobbes–, siendo reemplazada por la perspectiva de los súbditos. 

El planteo de Constant desligaba el disfrute de los derechos civiles – cuya garantía resultaba indispensable para todos dentro del mundo moderno– de los derechos políticos, que a su juicio no resultaban en modo alguno necesarios y, más aún, cuya dotación demasiado generosa podía llevar a nuevas versiones de lo que denominaba “despotismo jacobino”, por oposición a su ideal de “república representativa”.

En este régimen prescripto por Constant, no sólo los gobernantes sino el conjunto del cuerpo electoral debían contar con ocio suficiente para interesarse en los asuntos públicos, y con suficiente independencia para evitar que su voto se viese libre de toda influencia externa (lo cual, se argumentaba, no ocurría con la inmensa mayoría de la población). Para Constant sólo debían tener derecho a voto los propietarios que viviesen de sus propios recursos, posición que se tradujo en la votación de 1817, que impuso un censo de 300 francos como requisito para integrar el cuerpo electoral. 

Si bien Constant hacía referencia al mundo de los antiguos para justificar su ideal moderno de libertad, en realidad descargaba su ataque contra las nociones de igualdad, democracia participativa y de voluntad general, enunciadas por J.-J. Rousseau. En realidad, la tensión entre los valores de libertad e igualdad contaba con una larga historia dentro del pensamiento liberal, que a menudo los había presentado como incompatibles.

En efecto, cuando la mayoría de los pensadores liberales –Locke, Montesquieu, Burke, etc.– defendieron la noción de igualdad, lo hicieron únicamente en sentido negativo; es decir, para garantizar el derecho de todos a desarrollar sus potencialidades y aprovechar oportunidades, lo cual, ciertamente, no sucedía en la sociedad aristocrática. 

En realidad, se trataba de un concepto de igualdad subordinado al concepto de libertad, ya que reclamaba la igualdad para diferenciarse, para explotar las facultades individuales, para afirmar las diferencias. Hasta mediados del siglo XIX, la única voz discordante fue la de Rousseau, quien había antepuesto la voluntad general a la voluntad individual, subrayado los límites del ejercicio de la libertad individual, asignando al estado la función de hacerlos respetar, y privilegiado las nociones de soberanía popular, sufragio universal y democracia directa. 

Los argumentos de Constant definieron la matriz del régimen político durante la restauración borbónica en Francia. Asimismo, influyeron decididamente en las tesis de los liberales doctrinarios franceses –RoyerCollard, Gizot, etc.–, que alcanzaron protagonismo durante el gobierno de Luis Felipe de Orléans, quienes consideraron que el desafío de la hora consistía en terminar con la revolución, garantizar el orden e impedir que el principio igualitario –legado principal de la Revolución– condujese a la anulación de la libertad política.

Los doctrinarios franceses sostuvieron las ventajas de un gobierno representativo sustentado sobre la soberanía de la razón y atento a las evoluciones de la opinión pública, con sufragio restringido por voto censatario, bajo la forma política de una monarquía constitucional, y acompañado de una generosa dotación de derechos civiles para todos los habitantes. Este pensamiento será derrotado entre 1848 y 1851, en el marco de la Segunda República, y revisado durante el Segundo Imperio (1851-1879). (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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