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27 de enero de 2023 | Historia

Estados Unidos imperialista

De la Guerra Fría al Imperio

Para fines de la década de 1950 la situación internacional era muy tensa y compleja. Para Latinoamérica tuvo un agravante: la Revolución Cubana.

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por:
Alberto Lettieri

Hasta entonces, los Estados Unidos habían tenido una injerencia permanente en los países de Centroamérica, del Caribe y en algunos países del norte de Sudamérica. En todo momento condicionaba o derrocaba a los gobiernos que no le resultaban confiables. Pero desde que se produjo la Revolución Cubana, y desde que ésta definió su programa político a inicios de los 60, las iniciativas de control de Estados Unidos se redoblaron, y comenzaron a extenderse por Sudamérica. Porque, a pesar de que todo el mundo era escenario de la Guerra Fría, hasta entonces América del Sur había permanecido relativamente al margen de este conflicto o, por lo menos, no era un área de conflictos bélicos permanentes como en otras partes del mundo.

A partir de la Revolución Cubana, en cambio, el temor de la dirigencia norteamericana de que este ejemplo pudiera reproducirse en otras naciones de América del Sur hizo que la tesis del “patio trasero” se extendiera a toda América del Sur. De este modo, la respuesta del gobierno de John F. Kennedy se centró en dos movidas clave: la Iniciativa para las Américas y la Alianza para el Progreso, que apuntaron a profundizar aceleradamente el proceso de aculturación de las sociedades latinoamericanas bajo el paradigma norteamericano y, ya que se estaba desarrollando una sórdida guerra cuyo tablero era todo el mundo, a homogeneizar y unificar a las Fuerzas Armadas de América Latina a través de programas de formación militar e ideológicos comunes.

Esos programas de formación dieron luego lugar a los golpes de Estado de la década de 1960 –que en la Argentina tuvieron como exponente al golpe de Onganía– y de mediados de la década de 1970, que se extendieron prácticamente por todo el mundo latinoamericano, respetando una cronología bastante común. Asimismo, las autoridades norteamericanas alentaron el otorgamiento de préstamos para el desarrollo económico de estos países a través del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. El propósito de estas “políticas de modernización” consistía en generar trabajo y mejorar la infraestructura y las condiciones de vida para que la pobreza no se convirtiera en el caldo de cultivo de la revolución socialista. Por esta razón, en la década de 1960 se establecieron en toda América del Sur –sobre todo, en los países más importantes– nuevas empresas que eran más avanzadas que sus predecesoras, y que combinaban la modernización de la producción con diversas formas de cooptación ideológica.

Por ejemplo, en la década de 1970, muchas de estas empresas exigían que todo el personal administrativo y comercial dominara perfectamente el idioma inglés, muchos de los memorandos internos y de las instrucciones eran redactados en ese idioma y se difundían diversas prácticas de sociabilidad para el tiempo libre –que incluían generalmente a los grupos familiares de los empleados– copiadas de las vigentes en los Estados Unidos. También proliferaron las instituciones interamericanas –fundaciones, bibliotecas, universidades, etcéteraétera– y los intercambios estudiantiles, tanto en el ámbito académico como militar, financiadas con créditos internacionales, con el fin de organizar una elite social, política e intelectual subalterna que, a menudo, fue empleada por esas mismas entidades y pasó a convertirse en el mejor propagandista de un renovado vínculo de dependencia. De manera que la estrategia para combatir el impacto de la Revolución Cubana consistió en dos cuestiones esenciales: la modelación de Fuerzas Armadas que se consideraran como garantes principales de los valores occidentales –y no ya únicamente nativos–, descabezando cualquier manifestación social del germen del comunismo, y la creación de clases dirigentes aculturadas, cuyo principal compromiso estuviera planteado con el modo de vida occidental. En este contexto aparecieron algunas publicaciones internacionales y nacionales encargadas de definir este paradigma cosmopolita como, por ejemplo, en el caso argentino, la revista Primera Plana, que planteaba cómo debía ser una persona moderna, cómo debía vestirse, qué bebidas debía tomar, qué tipo de arquitectura y amoblamientos debía adoptar, qué tipo de revistas debía leer, etcétera. A partir de estas publicaciones que postulaban la formación de un nuevo modelo social se intensificó el cuestionamiento a una dirigencia política nativa, asociada sistemáticamente con el pasado. Emprendimientos similares al de Primera Plana se repitieron en muchos países latinoamericanos –no sólo en la gráfica, sino también en la TV, la radio y la cinematografía–, porque el proceso de modernización era, en realidad, un proceso de colonización cultural, un proceso de cooptación ideológica a través de los valores del mercado y la sociedad norteamericana.

Estos medios eran utilizados para generar y difundir este tipo de valores y, simultáneamente, para cuestionar a los gobiernos democráticos y a las posibilidades de las democracias latinoamericanas –denunciadas como lentas, corruptas e ineficientes–, resaltando al mismo tiempo las ventajas que los gobiernos autoritarios ofrecían para el desarrollo de procesos acelerados de transformación económica y social. En el marco de este clima de opinión, no llamó la atención que la Argentina, Brasil y otros países latinoamericanos sufrieran golpes de Estado casi simultáneos, cuyos programas reflejaron con gran fidelidad este discurso modernizador.

Ciertamente, las democracias latinoamericanas eran bastante débiles y los gobiernos eran generalmente incapaces para responder a un tiempo a las presiones de los sindicatos, las corporaciones (sobre todo, la militar), los organismos políticos y económicos internacionales, y las demandas de la oposición. Por cierto, los sindicatos habían alcanzado un desarrollo muy importante en el contexto de los populismos latinoamericanos, y mantuvieron una gran capacidad de movilización y presión aun después de su derrocamiento, entre los años 50 y 60. Para los dirigentes sindicales, acostumbrados a medrar a la sombra de los lustrosos uniformes de los líderes carismáticos, los políticos de la democracia parecían banales, lentos en la toma de decisiones y remisos a compartir beneficios con la burocracia obrera. Para ellos un uniforme seguía siendo el interlocutor más apropiado, sin importar quién lo vistiese. Lo mismo sucedía con los empresarios nativos y extranjeros, que consideraban que las garantías de orden social y de gobernabilidad que ofrecían los políticos eran siempre insuficientes.

Además, debe tenerse en cuenta que, justamente en la década de 1960, afectada decisivamente por la nueva relación establecida con el poder financiero y político internacional y la radicación de empresas multinacionales, la ecuación del poder se modificó sustancialmente en América Latina. En efecto, mientras que en el pasado habían sido básicamente las clases agroexportadoras las que ejercieron una influencia determinante sobre el poder político, y, a partir de la aparición de los populismos, varias corporaciones –como por ejemplo la sindical, la militar o la Iglesia– pasaron a detentar un poder de negociación admirable, a partir de la década de 1960, el FMI, el Banco Mundial, las empresas multinacionales, la banca internacional, la cancillería norteamericana, los organismos internacionales, etcétera. –a los que se denominaba como establishment, definición deliberadamente imprecisa– adquirieron un papel cada vez más determinante sobre los Estados latinoamericanos. Esta importancia no era sino la traducción del rol determinante que estas empresas e instituciones internacionales desempeñaban a través de su capacidad de otorgamiento o de veto de préstamos, su condición de fijadores de precios en los mercados internos –productos, salarios, etcétera– y la valoración que su opinión merecía para juzgar los resultados y fijar límites temporales a las administraciones. Este cambio en la ecuación de poder se evidenció con claridad en el curso del golpe de Estado que se concretó en la Argentina en 1966, en el marco de un proceso general de desestabilización de las democracias latinoamericanas y de instalación de gobiernos autoritarios.

Hasta entonces, todos los golpes de Estado en la Argentina habían sido acompañados por una significativa devaluación de la moneda que beneficiaba a los intereses de los agroexportadores –fundamentalmente los ganaderos, compañías intermediarias y frigoríficos–, que cobraban sus mercancías en divisas extranjeras en el mercado internacional. Tales devaluaciones respondían a los reclamos de estos grupos de interés, que se consideraban perjudicados por las políticas distribucionistas que regularmente aplicaban los gobiernos democráticos, y que resentían un tanto su capacidad de acumulación. La depreciación de la moneda local en un 30 por ciento o un 40 por ciento perjudicaba sensiblemente a quienes vivían de sus ingresos salariales. En este sentido, el golpe de 1966 marcó un cambio cualitativo que reflejaba los cambios experimentados en el juego de intereses: si bien también se implementó una devaluación brutal, el ministro Adalbert Krieger Vasena, quien contaba con un extenso currículum en organismos financieros internacionales, implementó un sistema de retenciones a las exportaciones merced al cual el porcentaje de la devaluación, en lugar de caer en manos de los exportadores, fue a parar a las arcas del Estado, aplicándose a la implementación de nuevos acuerdos y a la radicación de inversiones extranjeras. Así, por primera vez, las clases exportadoras tradicionales de los países latinoamericanos no fueron las principales beneficiarias de un golpe de Estado, sino sólo uno más de los beneficiados por el sojuzgamiento de los intereses populares.

A partir de entonces, los organismos de crédito internacional y las empresas multinacionales comenzaron a llevarse la parte del león. La creciente dependencia del financiamiento internacional y el peso considerable adquirido por el establishment en la vida interna eran una señal de la creciente inviabilidad económica y política que comenzaban a experimentar muchos de los países latinoamericanos. La mayor parte de éstos seguían aferrados a sus posibilidades de exportación de productos típicos o característicos, en un mundo donde la exportación de alimentos y materias primas cada vez se devaluaba más y se hacía más difícil encontrar mercados para estos productos. Además, a partir del inicio de los procesos de reconstrucción que se impulsaron después de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, prácticamente todos los países europeos establecieron políticas proteccionistas muy rígidas para proteger a sus propios productores.

Para peor, en el caso norteamericano esta estrategia contaba con una larga tradición. Si bien es cierto que se constató en muchos países de América Latina un proceso de modernización industrial a partir de la década de 1960, las ambiciosas expectativas iniciales no consiguieron traducirse en resultados significativos y capaces de sostenerse en el tiempo, con la excepción de los casos de Brasil y México. Por el contrario, las economías mantuvieron su dimensión o decrecieron, y la injerencia creciente del establishment en la política interna motivó el surgimiento de diversos movimientos revolucionarios de liberación, que serían utilizados políticamente por el Departamento de Estado norteamericano para alentar la instalación de dictaduras militares en los años 1960 y 1970. Por esto, más allá de algunos intermedios de gobiernos democráticos débiles e inestables –períodos en los cuales aumentaron la guerra civil y los conflictos armados s–, los regímenes dictatoriales se enseñorearon de toda la región. Si bien el deterioro económico, político y social latinoamericano ya era visible a fines de la década de 1960, en la siguiente se profundizó considerablemente, cuando la deuda externa pasó a jugar un papel decisivo en la ecuación de poder nacional e internacional. Aunque los países latinoamericanos siempre habían sido deudores, el nivel de deuda externa que habían tenido muchos de ellos hasta fines de la década de 1960 era muy limitado.

Por ejemplo, en 1974 la Argentina tenía 4 mil millones de dólares de deuda externa, lo cual era una cifra baja. Pero entre 1973 y 1979, la grave convulsión en la economía internacional como consecuencia de la crisis petrolera provocó que la cuestión de la deuda externa latinoamericana se desmadrara definitivamente. Todo el hemisferio occidental se vio afectado por un agudo proceso inflacionario producido en principio por el traslado del aumento del fluido a los precios, y luego por la inserción de los denominados “petrodólares” en el sistema bancario internacional. En este caso, la inserción de divisas provenientes de los mercados petroleros fue financiada por medio de los organismos financieros y los principales bancos internacionales, y encontró en los países latinoamericanos un destino muy atractivo, debido a los elevadísimos intereses que aceptaban las dictaduras militares instaladas. La deuda externa aumentó considerablemente en la región, con la seguridad de que los gobiernos autoritarios iban a garantizar estas inversiones a sangre y fuego.

Las consecuencias fueron inmediatas: las economías colapsaron y los modelos económicos naufragaron definitivamente sin que aparecieran alternativas viables para su reemplazo. A partir de este momento, se sucedieron distintas crisis de alcance internacional originadas en estos países, como por ejemplo las crisis mexicanas de 1982 y 1994, la crisis brasileña de 1998 y la crisis argentina actual, muchos de cuyos aspectos se han reproducido a lo largo de América del Sur. Estas crisis expresan no sólo la debilidad de las economías más poderosas de la región para funcionar de manera autónoma, al margen del auxilio de los organismos de crédito internacional, sino también la inviabilidad de un modelo económico internacional que condena al hambre, al atraso, la miseria y el caos al 80 por ciento de la población mundial. En efecto, el modelo económico imperial –la “globalización”– genera cada vez mayor cantidad de recursos que son absorbidos por el centro, mientras que la periferia es absolutamente inviable en lo económico y sólo puede funcionar a partir de un financiamiento externo que cada vez resulta más difícil garantizar, ya que se trata de un financiamiento no genuino, de capitales golondrinas o buitres que se dirigen a aquellos lugares que ofrecen una tasa de ganancia excepcional, provocando daños estructurales irrecuperables en las estructuras económicas de los países afectados.

Como síntesis, puede afirmarse que, hasta la Primera Guerra Mundial, América Latina se encontraba integrada a un sistema de División Internacional del Trabajo que le asignaba un papel dependiente como productora de alimentos y materias primas, garantizándole a cambio posibilidades ciertas de exportación de sus productos. Este modelo económico dificultaba la industrialización y generaba crecimientos regionales muy diferenciados, pero de algún modo, posibilitaba cierta viabilidad económica, aunque por cierto bastante acotada territorialmente. Con la crisis de 1929, este modelo estalló definitivamente, y condenó a la inviabilidad a la mayoría de las economías latinoamericanas. En primer lugar, porque no conseguían despegarse del todo del modelo agroexportador y, en segundo lugar, porque no contaban con los capitales suficientes como para desarrollar una industria propia. A mediados de siglo –una vez concluida la Segunda Guerra Mundial–, los países latinoamericanos cayeron presos de la tensión Este-Oeste, característica de la Guerra Fría. Pero en la medida en que sólo ocupaban un lugar marginal dentro del tablero político internacional hasta la Revolución Cubana, no obtuvieron una cantidad significativa de inversiones internacionales, capaz de posibilitar la instalación de una infraestructura desarrollada, como ocurrió en cambio en Europa, varias economías asiáticas y Oriente Medio.

Finalmente, a partir de los años 1960 y 1970, se impusieron modelos de expansión del capital financiero, de capital voraz, que impidió el crecimiento económico y reforzó el carácter dependiente de estas naciones. En este sentido, es necesario destacar que si bien en diversos puntos del planeta las inversiones extranjeras permitieron el crecimiento industrial –por ejemplo, en los países asiáticos como Corea o Japón– en la medida en que eran territorios en disputa en el conflicto de la Guerra Fría o formaban parte de alianzas estratégicas, cuando las inversiones extranjeras se establecieron con fuerza en América Latina y los préstamos internacionales fluyeron de una manera considerable, en la década de 1970, la Guerra Fría ya estaba terminando. Por esta razón, en líneas generales, América Latina no ha sido un lugar atractivo para las inversiones productivas y sólo constituye un incentivo para el capital financiero golondrina que de ningún modo posibilita la consolidación de un modelo de crecimiento económico estable. Esta gravísima situación perdura en la actualidad, debido a la imposibilidad de definir modelos económicos propios y autónomos a nivel nacional y regional, con enormes dificultades para armar algún tipo de asociación o confederación regional para negociar desde una posición más sólida con los organismos de crédito y las grandes alianzas internacionales, y soportando una injerencia cada vez mayor de tales organismos y del poder imperial. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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