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16 de febrero de 2023 | Historia

Interpretaciones sobre el estado moderno

El liberalismo clásico afirmaba que el estado era un emergente de la sociedad. Según las teorías contractualistas, los individuos se ponían de acuerdo entre sí, fundaban una sociedad civil y firmaban un contrato simbólico con el estado, que tenía la obligación de proteger los intereses comunes sin inmiscuirse en las actividades privadas.

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por:
Alberto Lettieri

Muy especialmente, el estado debía garantizar el funcionamiento de un mercado no regulado, incluyendo la producción y circulación de bienes yla libre contratación de bienes y servicios entre las personas. En atención a esta filosofía, algunos autores –como por ejemplo John Locke– planteaban que el Parlamento –al que consideraba como el poder más importante– debía ser un poder intermitente, que no debía estar sesionando constantemente, sino únicamente cuando resultaba necesario legislar, ya que, en caso contrario, se corría el riesgo de que los legisladores constituyesen un centro de poder con intereses propios, que legislara en beneficio propio, en lugar de someterse al interés común. 

También resulta oportuno revisar la postura de Adam Smith, considerado como el padre del liberalismo económico. Smith pensaba que la mayor parte de las actividades humanas pertenecían a la órbita de lo privado y que el estado no debía inmiscuirse en ellas.

Pero había una actividad que sacaba de este molde y a la que el estado debía darle un interés prioritario: la educación básica. Smith sostenía que la educación básica era algo demasiado importante como para dejarla en manos de los privados.

Esto hoy parecería sorprendente, ya que el discurso liberal contemporáneo ha apostado a liquidar la educación pública, pese a la amplia evidencia disponible sobre el nivel de calidad –por no hablar ya desde la perspectiva de la igualdad y la solidaridad social– que ofrece la mayor parte de los establecimientos privados, sobre todo en los países periféricos. Smith postulaba esto, ya que advertía que si la educación era considerada como un bien transable, como un bien más de mercado, no se iba a poder cumplir uno de sus objetivos centrales: la cooptación de la población dentro del universo de valores y las prácticas burguesas. 

En el aspecto educativo, al liberalismo naciente lo que le interesaba no era que la educación básica fuera un negocio para pocos, sino que llegara a todas las personas para formar sus mentes imponiéndoles una serie de valores burgueses que fueran compartidos en el futuro por toda la sociedad. La educación enseñaba a venerar el mismo panteón de próceres, las mismas tradiciones, y permitía que todos consideraran que en la sociedad existía un determinado orden jerárquico –social, económico, político–, y que este orden y estas cosas fuesen aceptados como naturales.

Es decir, que los que mandaban lo hacían de acuerdo a derecho y que había otros que sólo tenían la obligación de obedecer. Por esta razón, desde la perspectiva del liberalismo clásico existe una clara diferencia entre la educación básica y la enseñanza media y universitaria.

En tanto la educación general debía ser un instrumento de manipulación del conjunto de la sociedad, la educación universitaria se reservaba para los miembros de aquellas clases que estaban calificadas “naturalmente” para ejercer la dirección de la sociedad.

En muchos lugares, aún actualmente, el liberalismo sigue sosteniendo esta tesitura: en algunos casos –siguiendo el modelo francés–, la universidad sigue siendo gratuita, y su financiamiento público implica una especie de impuesto que se le exige a la sociedad para la preparación de una dirigencia proba; en otros –siguiendo la tesis anglosajona–, sólo aquellos que pueden pagar sus estudios tienen derecho a la educación superior, lo que implica un corte abrupto entre las clases que monopolizan la dirección de las sociedades y las que, desde la cuna, están condenadas a obedecer. 

La concepción del estado como ámbito de negociación social y la pretensión de neutralidad y de prescindencia en el universo de las acciones privadas fue complementada por otros autores, que permitieron completar el estatuto teórico de la institución. En tal sentido, el alemán Max Weber ha señalado que la característica esencial del estado es su capacidad de ejercicio de la coacción legítima. Es decir, que para cumplir con sus objetivos debe ser el único capacitado para ejercer legítimamente la violencia sobre una sociedad que se ha desarmado voluntariamente. Weber retoma en esto las tesis formuladas por Thomas Hobbes en 1641, en el texto fundante de la teorización sobre el estado moderno: El Leviathan. 

En realidad, no sólo el liberalismo ha intentado manipular las conciencias y las mentes a través de la educación. Los regímenes totalitarios –v.g. el fascismo, el nazismo o el comunismo– han ejercido una presión insoportable sobre la sociedad, impidiendo la libertad de pensamiento y castigando cualquier posición ideológica que no coincida con la doctrina oficial observaba que si los individuos permanecieran armados aun después de constituirse la sociedad, se llegaría a una lucha de todos contra todos, y las de John Locke, quien afirmaba que la sociedad firmaba un contrato voluntario con el soberano adjudicándole el monopolio de la violencia, a condición de que éste fuera aplicado a garantizar los fines sociales, reteniendo únicamente a cambio su capacidad de ejercicio de la opinión pública, como herramienta de control sobre sus posibles excesos. 

Otra versión clásica disonante respecto de la relación entre estado y sociedad es la que propone el marxismo. En líneas generales, puede afirmarse que, en la producción teórica de Marx, el estado simplemente es concebido como una herramienta de dominación en manos de la clase dominante para imponer sus intereses al resto.

En la etapa del capitalismo, la clase dominante era la burguesía. En sus trabajos históricos, en cambio –como El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte o Las guerras civiles en Francia– Marx hace un trabajo de historiador mucho más fino y sutil, y permite advertir un funcionamiento del estado –y del universo político en general– mucho más complejo. De todas formas, lo que predomina en la concepción general del marxismo como sistema de pensamiento es que el estado ya no es neutral –como postula el liberalismo– sino que se trata de una herramienta de dominación de clase. 

Ésta es una visión mecanicista compartida por el pensamiento anarquista, que postula la liquidación definitiva del estado –de cualquier forma de estado, incluso de la “dictadura del proletariado”–, al considerarlo, por definición, como una herramienta de dominación del hombre por el hombre. La concepción mecanicista del estado sería debatida en el ámbito del socialismo a partir del último cuarto del siglo XIX, con la creación de los partidos de masas.

Por entonces, los partidos socialistas y socialdemócratas –muchos de ellos, marxistas– se vieron enfrentados a la disyuntiva de qué hacer frente a las políticas de ampliación del sufragio impulsadas por los estados liberales. Una de las posibilidades era mantenerse al margen del sistema, ya que la integración al juego institucional implicaba la posibilidad de ser cooptado o devorado por el sistema.

Otra alternativa consistía en aceptar el desafío y participar activamente de los procesos electorales y de formación de opinión, que ofrecían tribunas incomparables para la difusión de las ideas clasistas y la multiplicación de sus adeptos. Esta última posición fue la que se impuso –aun cuando siempre existieron drásticas resistencias– lo cual planteó un problema teórico dentro del marxismo, puesto que sus dirigentes no podían sostener ya sensatamente que el estado era simplemente una herramienta de dominación de clase, sin afrontar la acusación de haberse vendido a los intereses burgueses a cambio de una dieta parlamentaria y de la capacidad de manejar parte de los recursos estatales, más aún teniendo en cuenta que los partidos socialistas y clasistas contaban, en muchos casos, con una representación muy significativa en parlamentos y concejos municipales. 

La revisión teórica sobre las características y naturaleza del estado se impuso por la fuerza de los hechos, y exigió la formulación de análisis mucho más finos, que se multiplicaron rápidamente. Si bien a partir de 1905, luego de la primera revolución fallida en Rusia, reaparecieron las obras dogmáticas –encabezadas por las del propio Lenin– que postulaban que el estado era simplemente un instrumento de dominación de clase y relativizaban la importancia de estudiarlo en detalle –ya que el objetivo de los obreros y los trabajadores no podría ser otro que destruirlo–.

Estas obras revisionistas no consiguieron acallar la inquietud de los intelectuales socialdemócratas, que continuaron publicando sus análisis sobre el estado. Más aún, cuando en la Unión Soviética se produjo la revolución de 1917, y la vanguardia que encabezaba Lenin se alzó con el poder implementando un sistema de soviets, se hizo evidente que era necesario conformar un estado para hacer frente a la amenaza exterior y para organizar internamente a la sociedad.

En la obra de Lenin esta etapa fue denominada “dictadura del proletariado” y se le adjudicó un carácter transitorio, ya que debería propiciar la construcción de una sociedad sin clases. Una vez alcanzado este objetivo, el estado desaparecería definitivamente, ya que su existencia no tendría objeto, puesto que se habría clausurado todo tipo de explotación del hombre por el hombre. 

Sin embargo, esta nueva versión del “fin de la historia” tampoco se concretó: hasta el desmoronamiento de la URSS, a fines de la década de 1980, el estado siguió detentando una sugestiva vitalidad en el mundo comunista y no sólo no desapareció, sino que incrementó su injerencia en la vida y el pensamiento de las personas.

Es decir que, en términos de la caracterización del marxismo-leninismo, podría afirmarse que en el mundo comunista siguió existiendo una relación de dominación del hombre por el hombre, diferente de la característica del mundo capitalista pero no menos significativa: la de la burocracia del régimen, la casta que se había beneficiado del control estatal y que imponía sus propios intereses al conjunto de la sociedad. 

Estas interpretaciones mecanicistas sobre la naturaleza y las características del estado fueron ampliamente superadas en el período de entreguerras por la obra del italiano Antonio Gramsci, un marxista muy original, gran lector de los autores clásicos del liberalismo y de los liberales de su época como, por ejemplo, Benedetto Croce.

Gramsci fue uno de los fundadores del Partido Comunista italiano, y por ello fue perseguido y encarcelado por Benito Mussolini. Escribió sus principales trabajos entre 1926 y 1937, editados con el título Los cuadernos de la cárcel, debido a la situación de reclusión en que realizó su redacción. En su obra, Gramsci llamó la atención sobre la importancia de la cultura en la creación de las condiciones para la dominación política, social y económica.

A pesar de su condición de marxista, Gramsci sostenía que no siempre las causas de los procesos históricos eran económicas. En algunos momentos, los disparadores de los cambios podían ser económicos pero en otros, eran políticos, sociales, militares, etc. 

En principio, Gramsci hizo suya la tesis de Weber de que la característica principal del estado era el monopolio de la violencia legítima, aunque por cierto no la única, ya que si bien esta definición hacía referencia al poder del estado –que en última instancia se sostenía sobre la fuerza–, ningún estado podía recurrir permanentemente al uso de la fuerza. Ésta era una carta que tenía para utilizar cuando surgían cuestionamientos drásticos o, mejor aún, cuando sufría el riesgo de ser destruido.

Cotidianamente, en cambio, debía aplicar otras herramientas más sutiles, asociadas con la manipulación de los procesos culturales, a través de la construcción de representaciones colectivas que permitieran diseñar un imaginario social. En su texto Maquiavelo, la política y la historia, Gramsci realizó un análisis de las características del proceso histórico italiano entre el siglo XV y la oscura época del fascismo, en el cual subrayó la importancia de la cultura como herramienta de producción del consenso de la población, de modo tal que no fuese necesario estar reprimiéndola permanentemente. Es decir, cómo quienes dirigieron a la sociedad italiana fueron capaces de obtener un consenso para respaldar un modelo de sociedad, un proyecto político, económico y social, con el consentimiento voluntario de aquellos que eran explotados. 

Para Gramsci existía una diferencia clave entre el “poder”, al que vinculaba con el ejercicio de la fuerza, y la “autoridad”, que relacionaba con esa vocación de obediencia que manifiesta cualquier sociedad cuando considera que es gobernada con justos títulos, aun cuando ese gobierno no favorezca a los intereses de la mayoría.

A su juicio, y a diferencia de la clase dominante que dependía del dominio de la fuerza, la clase dirigente de una sociedad era aquella que basaba su poder principalmente en la manipulación de la cultura y control de los procesos de construcción de la opinión pública, obteniendo así el control de las representaciones colectivas, lo cual le permitía imponer un imaginario social, un discurso público y un ordenamiento jerárquico que termina siendo aceptado como natural, lógico y racional por el conjunto de la sociedad, aun cuando exprese los intereses de un grupo social específico. (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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