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13 de abril de 2023 | Historia

Cambios

Las revoluciones liberales de 1848 en Europa

Para 1848 la situación social, política y económica en toda Europa era muy compleja. Por ejemplo, en Rusia el zar y la aristocracia concentraban todos los privilegios frente a una población que, prácticamente en su totalidad, estaba constituida por siervos.

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por:
Alberto Lettieri

La mayor parte de la sociedad estaba reducida a la servidumbre, a excepción de algunos comerciantes y de los propietarios de emprendimientos de algunos polos industriales extranjeros que se fueron estableciendo en Rusia a lo largo del siglo XIX. En el caso francés, como vimos, existía una nueva alianza entre la burguesía y la aristocracia. De este acuerdo había surgido un rey más acorde con los propios intereses burgueses como clase. En Alemania, las sociedades expresaban características muy contradictorias. En Austria, por ejemplo, sólo existía una burguesía financiera de matriz aristocrática y los privilegios nobiliarios aún no estaban amenazados. El resto de las unidades políticas estaba compuesto por un conglomerado que incluía tanto a ciudades libres, en las cuales regía el derecho burgués, como a reinos y principados, que diferían profundamente en el grado de difusión de las libertades burguesas.

Durante la década de 1830, Prusia alentó una serie de revoluciones en el norte de Alemania, que posibilitaron la expulsión de algunos reyezuelos que se oponían al proceso de integración y la implementación de una legislación más liberal que incluyó una disminución de la presión fiscal, la liberación de siervos y campesinos, el otorgamiento de la autonomía administrativa a algunas ciudades y la aceptación de los beneficios de la colaboración económica. Por su parte, el caso prusiano era un tanto complejo, ya que si bien existía un poder militar, aristocrático y terrateniente –detentado por quienes serían llamados en el futuro los “barones del acero”–, que gozaba de una enorme vitalidad y que prácticamente monopolizaba el aparato del Estado, esto no había impedido el surgimiento de una burguesía bastante progresista que contaba con el reconocimiento de algunos derechos civiles elementales, aunque se mantenía sometida en lo político a la aristocracia. Su situación era, de todos modos, todavía bastante precaria, debido justamente a su falta de participación directa en las instituciones políticas y legislativas.

La primera mitad del siglo XIX asistió a un proceso de gran expansión económica inglesa y un tanto menor en Bélgica, los Países Bajos, Prusia y Francia, que posibilitó un crecimiento significativo de la burguesía, a costas de la sobreexplotación de la mano de obra. La industria se difundió, las fábricas se expandieron por las ciudades de la Europa más avanzada y albergaron a millares de nuevos obreros y desocupados que habían migrado de los campos de labranza, desplazados por la aplicación de los avances técnicos que redujeron sensiblemente la demanda de mano de obra. En la medida en que la industria se difundió, las ideas socialistas y anarquistas se divulgaron y adquirieron una cantidad creciente de adeptos, en tanto el movimiento obrero comenzó a organizarse en forma incipiente.

El punto de inflexión del proceso social y político europeo se registró en 1848, cuando se repitieron acontecimientos similares a los de 1830, aunque en una escala muy superior. La pésima calidad de las condiciones de vida y de trabajo de los sectores populares era evidente en toda Europa, ya que la expansión del ferrocarril había comenzado a abrir las fronteras nacionales, permitiendo la emigración de las masas hambrientas del atrasado este y del sur europeo hacia las regiones industriales, provocando una depresión sustantiva de los salarios.

Para mediados de los años 40, el descontento de las clases populares alcanzó su punto más alto, en el marco de una profunda crisis económica provocada por un brusco descenso de la producción agrícola que motivó un alza generalizada de precios. La restricción del mercado trajo consigo un alto nivel de desempleo industrial, que no tardó en traducirse en la difusión de graves epidemias entre los hambrientos, en tanto los gobiernos alcanzaban un éxito relativo en la represión de los especuladores. La paralización de la actividad económica provocó un hundimiento de las bolsas y las instituciones bancarias y una crisis generalizada en la rama industrial.

Si bien los primeros signos de recuperación comenzaron a evidenciarse a partir de 1847, la debilidad de las economías continentales se había pronunciado, afectadas por marcado endeudamiento y el agotamiento de sus reservas. En el caso francés, la situación se volvió explosiva. Radicales y socialistas se levantaron para repudiar los actos de corrupción que envolvieron a los miembros más destacados del régimen encabezado por Luis Felipe de Orleans y exigir su condena, demandando además la extensión de los derechos políticos, rebajas de precios y mejoras en las condiciones de vida y de trabajo. La reacción de la Corona, una vez más, se centró en la represión de los revolucionarios, pero nuevamente –como en 1830– el rey fue abandonado por una burguesía que, si bien en un primer momento había visto colmadas sus expectativas por su acción de gobierno – que había hecho las delicias de los grandes financistas y aristócratas, obteniendo en cambio la desaprobación de los sectores medios y bajos de la sociedad–, desconfiaba del estilo autocrático de gobierno por el que se había inclinado Luis Felipe de Orleans, al impulsar una política de concentración oligárquica del poder.

Además, debe tenerse en cuenta que la burguesía había aceptado una alianza con la aristocracia sólo en la medida en que no había existido otra alternativa más seductora, aunque no por ello había renunciado a conformar un gobierno dirigido por un personal político surgido de sus propias filas o, por lo menos, que le resultase más instrumental, sin tener que considerar los deseos de los grupos aristocráticos. Ya debilitado el nervio de la base política del régimen, un mitin de protesta convocado por estudiantes y jefes de logias secretas acabó en una verdadera conmoción popular que no pudo ser contenida por sus organizadores. La Guardia Nacional se negó a reprimir a los manifestantes, sancionando así el final del gobierno de Luis Felipe, quien debió escapar de manera apresurada de París.

En vista de la confusa situación existente, los republicanos proclamaron un gobierno provisional buscando garantizar una elemental estabilidad política. Una vez más, los sucesos de París fueron el detonante de un conjunto de movimientos revolucionarios similares que atravesaron a toda Europa, registrándose sus episodios más destacados en Alemania, Italia, Hungría y Praga. Las revoluciones del 48 estuvieron embebidas por un pensamiento romántico y anticonformista que privilegiaba los sentimientos nacionales y una mayor igualdad social, reafirmando su compromiso con un ideal de progreso. Los revolucionarios consideraban que estos objetivos sólo podrían alcanzarse mediante la remoción de estructuras sociales, políticas y culturales arcaicas y, en una primera etapa, consiguieron imponer algunas constituciones liberales a sus soberanos, que incluían una transformación de las estructuras estatales y el respeto de valores y sentimientos nacionales –en el caso de los pueblos sojuzgados–, aprovechando el retraso de las elites para decodificar adecuadamente los sucesos.

Sin embargo, la conjunción entre crisis económica, pánico financiero y una nueva detención de la actividad industrial, acompañada ahora por un pavoroso temor a la expansión del socialismo, significaron un contundente llamado de atención para las clases propietarias, que en menos de tres meses consiguieron resolver la situación en su beneficio. En efecto, en toda Europa continental la alianza entre ejército, aristocracia y burguesía conseguía derrotar rápidamente las pretensiones de transformación social de los sectores revolucionarios más radicales. Entre esas fuerzas, fue la burguesía la gran vencedora de esta partida que le permitió, a la postre, consumar su antigua demanda en pos de la sanción de constituciones de tono liberal, que dieron origen a regímenes republicanos y monarquías parlamentarias. Sólo Inglaterra, que había adoptado hacía mucho tiempo el sistema parlamentario, ampliado el universo de electores en la década de 1830 y mejorado significativamente la situación de sus clases trabajadoras en los años 40, y Rusia, que se consolidaba como la potencia monárquica por antonomasia, permanecieron al margen de la revolución.

De este modo, se cerraba el capítulo de las revoluciones románticas del 48. El régimen absolutista no había conseguido impedir el avance de las nuevas ideas y relaciones sociales que acompañaban el ascenso del liberalismo económico. Evidentemente, las fronteras derribadas a su paso por el ferrocarril no sólo habían provocado un profundo deterioro de la situación de las clases trabajadoras europeas, al proveer de nuevos reservorios de mano de obra barata para las economías industriales, sino que también habían permitido instalar el germen de la emancipación social y la libertad en regiones marginales, signadas por el atraso y el autoritarismo. (www.REALPOLITIK.com.ar


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