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21 de abril de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo I

Una mujer entre París y Buenos Aires

Albertine Diesbach abordó el trasatlántico "Le Périgord" la mañana del 13 de julio de 1922. El año anterior, y en el mismo navío, había realizado su primer viaje a Buenos Aires. El recorrido, esta vez, era ligeramente diferente. La segunda de las escalas sería Rio de Janeiro, y el destino final, Montevideo.

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por:
Juan Basterra

Dos días antes habían enterrado a su madre en el cementerio "Pere Lachaise" después de un cáncer impiadoso que había minado y empequeñecido el cuerpo de la vieja baronesa hasta convertirlo en una muestra irreconocible de su legendaria belleza. Albertine había llorado amargamente el destino de su madre. Educada por ella en el culto a los estoicos, destrozó los volúmenes de Epicteto antes de entregarlos al fuego y hacer con ellos cenizas que esparció en la maceta de crisantemos del recibidor principal del palacio.

La cama con baldaquino del camarote (el mismo que había ocupado en el viaje anterior) le recordó la de su madre. Faltaban, por supuesto, las cortinas de seda festoneadas con motivos campestres,  y las sábanas celestes con ángeles bordados. Albertine depositó en una de las mesas de luz (en un ritual que seguía severamente desde pequeña) dos libros: "El súbdito" de Heinrich Mann y "El lado de Guermantes" de Marcel Proust.

De dos viejos arcones rematados por vértices de plata sacó siete vestidos confeccionados por "Worth" que habían pertenecido a su madre y cuatro collares de perlas comprados en una tienda de ultramarinos ubicada en la rue Garanciere. Pensó en el último de sus amantes, un joven de apellido Fournier. El recuerdo la precipitó en un lapso de melancolía del que solamente pudo salir al subir a cubierta y mirar el oleaje tranquilo en el Mar del Norte.

Las gaviotas sobrevolaban el navío, y de las costas ya lejanas ascendía un vaho dorado y poco translúcido en el que apenas se distinguían las grúas del puerto y los grandes galpones para el almacenaje de las mercaderías. Albertine se dijo a sí misma que recordaba poco de Fournier.

Las caricias dadas y recibidas, el deslumbramiento inicial de tantas mañanas y noches, los libros leídos en muchas tardes sosegadas y plenas, las sensaciones ligadas a cada uno de esos momentos, le parecieron -y muy a pesar del sentimiento que alguna vez pensó sólido y eterno- pertenecientes a alguien que no era exactamente ella misma, y que había existido cientos de años atrás.

Porque los objetos y seres a los que en alguna ocasión entregamos nuestras pasiones -pensó-, arriesgando de tal manera nuestro propio bienestar y la tranquilidad de nuestra alma, son los mismos que al cabo de algunos años olvidaremos y nos parecerán tan extraños como aquel camino pedregoso y desolado que contemplamos, de niños, en compañía de nuestros padres.

De esos relevamientos del pasado Albertine regresaba con un ánimo sombrío que solo atemperaban su insaciable sed de aventuras y un hedonismo expresado en largas cartas dirigidas a su hermana menor, Faustine, y aguafuertes pintadas durante sus trashumancias continentales. De todos sus amantes anteriores, Albertine solo tenía impresas de manera permanente las sensaciones experimentadas con un conde alemán de apellido von Richthofen.

A las sensaciones estaban indisolublemente unidos los recuerdos de los catorce meses y ocho días del noviazgo y la certeza inconmovible de que sería imposible repetir la variedad y riqueza de aquella antigua experiencia. Albertine actuaba aquí como la mayoría de los seres, fijando una proyección de su propio ser en un molde que, pensaba, había retratado una parte sustancial de sí misma. En esto, como en tantas otras cosas, la certidumbre tomaba un derrotero que la abismaba en un mar de lágrimas y reproches propios que -y esto, por supuesto, no podía saberlo- se repetirían en el futuro y de manera cada vez más creciente.

La primera de las noches transcurridas en el trasatlántico fue coronada por un baile de recibimiento en el gran salón del piso de cubierta. Albertine irrumpió poco antes de los postres. Había elegido para la gala un vestido de color dorado y coronado sus cabellos del color de las almendras con dos plumas de perdiz. Tres collares de plata y perlas ornaban la esbeltez de su cuello dando perennidad a un conjunto en el que no faltaba ni sobraba nada.

El perfume era de Courvoisiere; la máscara del maquillaje de Goujon. Poco después de su entrada -mientras esperaba a una amiga en uno de los extremos del salón- observó un hombre alto y de cabellera casi dorada en una mesa cercana a una chimenea de mármol. Pensó inmediatamente en von Richthofen y en el parecido casi exacto entre los dos hombres. Sintió un principio de vértigo pero pudo controlar su ánimo observando detenidamente los arabescos del techo. "Es un calco -se dijo a sí misma-. Ni siquiera difieren en las comisuras de los labios".

Albertine no era rigurosa en su juicio: los rostros no eran idénticos, pero eso importaba poco a su exaltación. Se acercó lentamente a un piano vecino a la chimenea. Levantó la tapa y se sentó en el taburete de cuero. Comenzó a ejecutar lentamente una mazurca polaca. Desde el extremo del salón, los ojos firmes y azules del hombre la miraban de manera profunda. 

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, Literatura, La parisina

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