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11 de mayo de 2023 | Historia

Burguesía, aristocracia y monarcas

¿Qué dejaron las revoluciones europeas de 1848?

Desde una perspectiva democrática y progresista que incluyera intereses sociales más amplios que los específicos de la burguesía, los resultados del ciclo revolucionario europeo de 1848 fueron bastante modestos.

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por:
Alberto Lettieri

En efecto, aquel espíritu romántico, socializante y nacionalista que había permitido unir a las sociedades civiles europeas, superando las fronteras territoriales para reclamar su emancipación definitiva del poder monárquico, se había topado contra una muralla de prejuicios y temores que hizo estallar la coalición inicial.

La burguesía terminó mostrándose al cabo mucho más preocupada por el impredecible destino que le aguardaba en caso de mantenerse ligada a los sectores más radicales de la sociedad, y no titubeó una vez más al momento de modificar su alineamiento inicial, estableciendo un rápido acuerdo con los sectores aristocráticos. En efecto, si bien en sus orígenes había considerado a la aristocracia como su principal adversario dentro del esquema social, las primeras acciones del proceso revolucionario resultaron suficientes para confirmar que su adversario no era ya una nobleza que atravesaba la senda de su decadencia aferrada a sus antiguos privilegios gracias al control cada vez más débil del Estado, sino los sectores obreros, seducidos de manera creciente por las nuevas utopías socialistas que sólo se permitían imaginar un mundo deseable a condición de destruir las bases del poder burgués.

Por ese motivo, al reconfigurar su alianza con la aristocracia –que, aunque debilitada, mantenía una dosis de poder considerable–, la burguesía abandonaba a sus aliados iniciales anteponiendo los intereses a sus propios principios. El orden, concepto juzgado hasta entonces como reaccionario y característico de los grupos monárquicos, fue integrado al imaginario burgués como uno de los requisitos indispensables para realizar buenos negocios y mantener sujeto a un proletariado bullicioso y levantisco.

Esta nueva alianza no encontró inconvenientes para sumar a un tercer componente fundamental y tan interesado como los aristócratas y burgueses en preservar ese orden: el ejército. De este modo, una vez concretado el acuerdo, tres meses de dura represión bastaron para barrer con los intentos revolucionarios.

Sin embargo, las revoluciones del 48 no habían transcurrido en vano. En la mayor parte del continente europeo la burguesía había obtenido grandes avances políticos a expensas del recorte de los privilegios aristocráticos. Los monarcas habían debido aceptar la formación de parlamentos destinados a limitar su poder absoluto. Elegidos por sufragio censatario –es decir, sólo podían votar quienes pagasen un censo o impuesto por sus propiedades–, las nuevas monarquías parlamentarias implicaban una ampliación de los derechos políticos de la burguesía (que pagaba impuestos), privando de la poderosa arma del voto a los proletarios (que no los pagaban, pues no tenían propiedades).

Por cierto, existían dos grandes excepciones a este esquema: las naciones monárquicas y atrasadas al este y el sur de Europa, en las cuales la revolución no había tenido lugar (o bien los cambios verificados eran casi irrelevantes), y Francia, donde la “traición de la burguesía” no había sido completa, ya que el naciente régimen de la Segunda República reconocía el derecho al sufragio universal.

Estos avances no eran, por cierto, los únicos. También en la economía y en la legislación civil los cambios habían sido significativos. Uno de los resultados más contundentes de las revoluciones del 48 había sido, precisamente, la satisfacción de un viejo anhelo burgués: la sanción de constituciones escritas.

Las nuevas cartas fundamentales fijaban claramente los derechos y obligaciones de los habitantes, limitando de este modo la capacidad de decisión de los monarcas. En tal sentido, cobraban especial relevancia los capítulos destinados a las declaraciones de derechos y garantías, que preservaban de manera explícita la propiedad y la circulación de capitales y personas, desentendiéndose de los límites impuestos en el pasado por las fronteras nacionales.

Los derechos políticos, en tanto, eran una poderosa y temida arma de la que las grandes mayorías todavía estaban privadas. El paso de la sociedad aristocrática y monárquica a la sociedad burguesa fue el producto de un proceso complejo, en el cual la dimensión política adquirió una importancia esencial. En su transcurso, la burguesía intentó establecer diversas alianzas para consolidar sus derechos, aplicando una estrategia tan sencilla como efectiva, que apuntaba a consolidar inicialmente sus derechos económicos para, una vez conseguido esto, avanzar sobre la obtención de derechos políticos. En la medida en que no tuviera la fuerza suficiente como para imponer un gobierno propio, no encontraba objeciones para trabar alianzas con otros grupos sociales, con el fin de consolidar los avances ya experimentados.

Otra cuestión significativa durante la primera mitad del Siglo XIX había sido la aparición de nuevos actores sociales, entre los cuales se difundieron nuevas ideologías que cuestionaban no ya únicamente el orden del Antiguo Régimen –que evidenciaba una evidente declinación–, sino el del propio mundo burgués que todavía no había conseguido imponerse definitivamente. Tales eran los casos del socialismo y del anarquismo que se difundieron rápidamente entre los sectores obreros a medida que se expandió el sistema fabril.

Desde un primer momento quedó en claro que la fábrica era un ámbito particularmente apropiado para la discusión, el debate y la organización autónoma de los trabajadores. Del mismo modo en que se articulaba la organización interna del proceso productivo fabril, asemejándose a un verdadero mecanismo de relojería, comenzaron a conformarse organizaciones políticas y sindicales que tenían como protagonistas a estos nuevos actores sociales. Por eso, en la medida en que el campesino o el artesano eran convertidos en obreros, su adopción de un marco ideológico que cuestionaba sistemáticamente la explotación del hombre por el hombre –tal como se daba en el ámbito de la fábrica– los llevaba inmediatamente a adoptar nuevas ideologías.

En algunos casos, como en el del socialismo, las ideas y valores publicitados ya contaban con una larga trayectoria, aunque por primera vez adquirían dimensión “científica” con la obra de Carlos Marx. El anarquismo, por su parte, abandonaba su matriz abstracta e intelectual para convertirse en guía y acción política del proletariado. Entre ambos se estableció un fecundo debate que alimentó una ética revolucionaria que alcanzaría pleno desarrollo en las décadas siguientes. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Alberto Lettieri

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