Historia
La parisina, capítulo XIII
Muniagurria
Muniagurria tenía cincuenta y un años cuando conoció a Albertine. Había nacido en Buenos Aires, una mañana destemplada de marzo de 1871, en plena tempestad de la fiebre amarilla.
Su padre, un hombre estoico y decidido (y que por su situación social hubiese podido embarcar hacia Europa u otro destino) decidió permanecer en la ciudad ayudando a los convalecientes, desamparados y agonizantes. Sin ser médico, asistió a los enfermos con la aplicación de compresas frías, baños semanales y rezos diarios al pie de las camas.
Dotado de una fuerza física casi descomunal, depositaba los cadáveres de los muertos más humildes en las carretas funerarias encargadas del "último viaje" hacia el antiguo Cementerio de la Chacarita y transportaba los féretros que él mismo compraba hasta el interior de las casas del vecindario en el barrio de San Telmo.
También colaboraba en las innumerables cremaciones diarias. Su hijo Enrique había heredado de él la "bravura" y su don de gentes. A todo eso agregaba un enciclopedismo que se expresaba en el estudio de las materias más diversas y una sed de aventuras manifestada en viajes continentales. En París había tomado clases de estética en la "Ecole du Louvre", frecuentando, además, el cenáculo literario, artístico y financiero del "Cercle de la rue Royale".
Lector insaciable, asistía a las reuniones de los escritores modernistas de Buenos Aires y escribía sonetos de forma perfecta a los que su timidez impedía darles destino de imprenta. En la cena de la segunda noche en el trasatlántico compartió muchas de sus inquietudes e intuiciones con Albertine.
El tratamiento mutuo evitaba el "voseo" y elegía la forma más elegante del "usted" - y eso, a pesar de las caricias y los besos frecuentes del intercambio amoroso-, como una forma de otorgar una suerte de distancia y perennidad a los temas tratados.
—¿Qué otra cosas, le gustan, además de la literatura, el alpinismo y la pintura? -preguntó Albertine, en uno de los intervalos de las demostraciones afectuosas.
—Muchas, además de usted -Muniagurria sonrió-. Creo que durante los días y noches que nos separan de Sudamérica podrá conocer algunas. A título de confidencia le cuento que practico la equitación y la esgrima y, que incluso, soy un buen boxeador. No es presunción. Tengo un temperamento poco "flemático", y en eso, admiro a los italianos.
—Eso es evidente-. Albertine tomó distancia y miró profundamente a Muniagurria-. A veces tengo la impresión de estar en presencia de una figura legendaria y fascinante, en un todo de acuerdo con la estatuaria de los griegos.
—Gracias. Me hace muy feliz su elogio. Usted es la que en realidad tiene una imagen incomparable e insustituible -Muniagurria tuvo que hacer un esfuerzo para controlar la emoción-. ¿Sabe que en estas veinticuatro horas he vivido lo que jamás esperé vivir? No exagero al decírselo.
—Usted sabe muy bien que nuestras expresiones de hoy pueden ser las decepciones del futuro -Albertine adoptó un semblante reposado y serio-. Tenemos que conocernos algo más.
—Es posible, pero no voy a poner límites a lo que siento -Muniagurria abandonó su sonrisa-. El tiempo puede obrar en contrario, qué duda cabe. Lo de hoy, de todas maneras, no forma parte de ese devenir.
Albertine besó a Muniagurria. Los cuidados y las prevenciones le parecieron absurdos e inútiles. Preguntó:
—¿Cómo sabe que no voy a abandonarlo?
Muniagurria respondió:
—Lo hará, no tengo ninguna duda. Mientras estemos unidos, seremos. Eso es lo que importa ahora.
Continuará...(www.REALPOLITIK.com.ar)
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