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18 de agosto de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XIX

Albertine en Buenos Aires

Albertine se alojó en un departamento de proporciones adecuadas, a poca distancia de la residencia de Muniagurria.

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HORACIO DELGUY

por:
Juan Basterra

Educada desde muy joven en el mantenimiento de las formas y las conveniencias, no aceptó la proposición del argentino de vivir en la casa de Avenida Alvear, ni, mucho menos, hacer uso de alguna de las propiedades de Muniagurria en las cercanías de San Telmo. Bromeando, comentaba:

-Su generosidad no podrá igualar nunca las gracias de las que usted está revestido. Agradezco su bondad, pero prefiero deberme todo a mí misma. Por fortuna, tengo los medios para hacerlo.

Muniagurria respondió:

-Déjeme, al menos, Albertine, aconsejarle dos mujeres que conozco. Le pueden servir de mucho. Son hacendosas y leales. Son, además de eso, excelentes cocineras. Podrá conocer así los mejores platos de nuestras tierras.

-Está bien. No conozco a nadie en esta ciudad.

El departamento tenía dos habitaciones, un living de importantes dimensiones, cocina al uso italiano, con aparadores de madera y vidrios biselados, y un baño con piso de mármol y bañera elevada sobre patas torneadas en bronce. El espejo del living enfrentaba una mesa para seis comensales. En el extremo opuesto se ubicaba una biblioteca de medianas proporciones con volúmenes de la Enciclopedia Británica y novelas de Stendhal. 

Muniagurria puso a disposición de Albertine un automóvil de tres puertas, diciendo:

-Acépteme al menos eso. Usted haga libre uso de él. El chofer es de confianza y conoce cada rincón de Buenos Aires. Es, además de eso, culto y ameno. La entretendrá con muchas anécdotas propias y ajenas. Se llama José y es nieto de uno de los oficiales que sirvieron al general José María Paz.

-Lo acepto, pero le advierto -dijo Albertine con una sonrisa- que soy una muy buena conductora. En París tengo un Hispano-Suiza H6 en mi casa de la Rue d'Assas. De todas maneras, no conozco Buenos Aires, y no soy tan temeraria para transitar sus calles al mando de lo que usted me ofrece.

Los siguientes días fueron un caleidoscopio de encuentros y emociones. En una quinta ubicada en las proximidades de Belgrano, Albertine y Muniagurria compartieron un almuerzo con Borges y Santiago Dabove. Los cuatro comensales hablaron en francés después de que Borges dijera a Albertine:

-Me gustaría hablar en su idioma. Lo tengo algo olvidado. Los días en Ginebra (no ha pasado gran tiempo de eso) me parecen muy lejanos, y las queridas conversaciones con mi amigo Maurice Abramowicz, pertenecientes a un período geológico de incierta data.

Durante las horas de la siesta se recitaron poemas de Verlaine, Mallarmé y Rimbaud. La timidez de la voz de Borges contrastaba con el tono imperativo y casi marcial que Muniagurra y Dabove daban a sus recitados. Albertine intervino después de los tres hombres. Eligió para eso, dos cartas de Madame de Sévigné a las que dio una entonación lánguida y casi metronómica. Borges, Dabove y Muniagurria asistían, fascinados, a ese muestrario de memoria, precisión y encanto. Algo más tarde, Albertine cabalgó uno de los caballos de la quinta.

El atardecer, con el debilitamiento de las luces y la pacificación de los anhelos en casi todos los agentes de la naturaleza, pudo mostrar, entonces, una amazona decidida y leve a grupas de su montura. En la lejanía, los cantos indiscernibles de las aves introducían un tono conveniente a la progresión cada vez más tenue de la mujer francesa.(www.REALPOLITIK.com.ar)


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