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25 de agosto de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XX

Infancia y juventud

Albertine había nacido el 27 de febrero de 1888, después de un parto difícil y trabajoso. Su madre, la baronesa Joséphine Vigneaux, era primeriza, anémica y de constitución delgada. Fueron necesarios cuatro días en el "Hôtel-Dieu" para compensar un cuadro dramático y de pronóstico incierto.

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Albertine tuvo que ser dada a una nodriza alojada temporariamente en la residencia de la Rue d'Assas. La baronesa tuvo una recuperación lenta y trabajosa, que palió con caminatas por los senderos cercanos del "Jardín de Luxemburgo" y visitas a los museos de la zona. Obsesionada con la salud de Albertine, contrató a dos médicos y tres enfermeras para que velasen durante el día y la noche en las proximidades de la cuna de la niña, y esto, a pesar de la cercanía de su propia habitación de la que nunca cerró la puerta por temor a no escuchar los llantos nocturnos.

La residencia de la Rue d'Assas ostentaba el magnífico esplendor de la arquitectura de la época. De estilo neoclásico, y construida en 1848 por el arquitecto Jean-Claude Deschamps, estaba rodeada por un jardín guarnecido por fresnos y tenía cuatro pequeños edificios que guardaban dos automoviles y seis carruajes de lujo. La planta baja de la casa comenzaba en un vestíbulo con piso de mármol y paredes de yeso rosado y bajorrelieves en las alturas. La segunda de las habitaciones era un amplio salón con muebles de roble y cuadros de estilo manierista. Casi vecina al mismo se ubicaba una biblioteca que hacía las veces de escritorio y sala de conciertos, precediendo a un comedor de espaciosas dimensiones y capacidad para cuarenta comensales.

Los dormitorios en la planta alta eran seis: uno para el matrimonio, tres para las hijas (Albertine tenía dos hermanas menores, Faustine y Juliette) y dos para la institutriz y el ama de llaves. Los baños eran cuatro (dos por cada planta). El personal de servicio (mayordomo, cocineras y tres hombres encargados de la limpieza de la residencia) se alojaba en un edificio anexo, que repetía, en su arquitectura y su lujo, el cuerpo principal de la "Casa Diesbach". Una pequeña sala teatral, con patio de butacas, palcos y foso para la orquesta, se ubicaba a pocos metros del jardín del fondo, y su cúpula, con un remate de "aguila coronada", era observable desde los pisos más altos de los edificios vecinos. El escultor Frédéric Auguste Bartholdi, creador de la "Estatua de la Libertad", y vecino ilustre, recorría las veredas de la residencia repitiéndose para sus adentros: "Algún día viviré en un lugar como este. Solamente es cuestión de tiempo".

En ese ambiente, y en esa atmósfera, creció Albertine. Los paseos por el gran jardín exterior eran un interminable camino entre la realidad y las invenciones de la imaginación. Educada en el ambiente estricto de un colegio religioso, completaba su formación con la ayuda de la institutriz de la casa y dos monjas de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Su deseo de conocimiento estaba en perfecta consonancia con su espíritu de aventuras y placeres. Como tantos otros seres, no podía medir adecuadamente el imperio de su belleza y muchas veces se reprochaba un cutis que solamente su desbordada imaginación veía deslucido y frágil. Su padre, el barón Édouard Diesbach repetía sin poder convencerla nunca:

—No hay una mujer tan hermosa como tú en todo París. Deberías ser algo más razonable en el juicio sobre tus singularidades. Nunca dudes de lo que te digo, hija mía.

A los veintidos años comenzó su vida itinerante: Grecia, Turquía, la dilatada cuenca del Mar Negro y el norte africano fueron los destinos presentidos y buscados. En todos ellos fue una mujer intrépida y curiosa. En diciembre de 1912 enfrentó "a punta de pistola" a tres hombres que quisieron robarle las pulseras en las proximidades de un mercado de Atenas. Muchos años después, en el verano de 1920, la pequeña embarcación con la que recorría un golfo de la Costa Amalfitana naufragó a 800 metros de la orilla. Albertine llegó nadando y casi sin fuerzas a un parador de pescadores de la zona. A uno de ellos, le dijo:

—Por favor, quisiera una manta para el frío. Eso, y un poco de vodka. Creo que mis compañeros de navegación están muertos. 

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar)


ETIQUETAS DE ESTA NOTA

Juan Basterra, Literatura, La parisina

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