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15 de septiembre de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XXIII

Albertine escribe a Muniagurria

Amado Enrique: Me sorprendió encontrar tu carta. Supongo que la trajo una de las señoras que trabajan en tu casa. Estaba rota en la parte inferior. Sabes muy bien que la puerta de entrada al departamento roza el piso de madera y, supongo, proviene de eso el daño sufrido por el sobre.

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por:
Juan Basterra

Me hubiese gustado acompañarte en tu viaje. Tu sabes: los motivos pueden ser tediosos y molestos, pero siempre habrá razones entre los dos para que los mismos atemperen su carácter de urgencia y necesidad. No es un reproche lo que te escribo (me sonrío al hacerlo). Es, solamente, el producto de un alma que te extraña (no podrías saber cuánto) y la confesión plena del afecto que te profeso. Es extraño, pero a veces siento que nunca nos decimos todo aquello que cada uno de los dos debe al otro. La razón, pienso, probablemente proceda de nuestros espíritus y sus experiencias.

Los dos somos libres y no tenemos ningún tipo de compromiso; los dos somos, y lo hemos sido siempre, audaces y arriesgados. En eso puede radicar la atenuación de nuestras expresiones y, porque no decirlo, el silencio en la confesión plena de este amor que nos une. Debo decirte que también tengo temores del futuro: nuestros lugares de procedencia están distanciados por una cruel y dilatada geografía. No sé muy bien de que manera podría tolerar tu ausencia.

Hace cuatro días que no te veo (un breve y acotado tiempo, es cierto), y es una atmósfera opresiva la que me rodea. Cuando camino por las calles de esta Buenos Aires que me hiciste conocer en pocas semanas, miro a mi lado para encontrarte. Te reirás de lo que voy a decirte: no dejo de hablarte en mi silencio solitario y recito maquinalmente aquellos versos de Rimbaud que tanto te gustan. Compré unas guías fotográficas sobre Mar de Plata, la ciudad que te demora en estos momentos.

Empiezo a conocer sus edificios, calles y paseos. Me recuerda a Niza en muchos de sus aspectos. No sé si te lo dije alguna vez, pero el Mediterráneo es el mar de mi infancia. En él conocí a los seis años el poder arrebatador y dominante de la naturaleza. Con mis padres contemplaba las puestas de sol y el regreso de los barcos pesqueros al puerto. Nunca olvidé esas imágenes, y eso, a pesar de los años transcurridos. Mucho tiempo después de ese deslumbramiento, las cenizas de mi padre fueron dispersadas en ese mar y en esa playa. Siempre nos decía: "Deseo, a mi muerte, el descanso del oleaje manso y liberador del agua". 

No quiero entristecerte más. Espero tu regreso con ansias y afecto. Miro el viejo reloj de arena que traje conmigo en uno de los cofres. En él se cifra el tiempo de tu ausencia y lo eterno de mi amor.

Guardaré esta carta para entregártela a tu regreso.

Tuya

Albertine Diesbach.

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, Literatura, La parisina

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