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22 de septiembre de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XXIV

Montevideo

Hacia finales de octubre de 1922, Albertine y Muniagurria viajaron a Montevideo.

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por:
Juan Basterra

Los días posteriores al regreso del argentino desde Mar del Plata fueron, como otros tantos momentos pasados, un rosario de demostraciones afectuosas, en el que la pasión -sentimiento que ambos sabían muy bien estaba condenado a perecer por su misma naturaleza abrupta y excepcional- se demostraba en pequeños actos cotidianos y en el ejercicio de una entrega física que los dejaba atónitos y felices.

En Montevideo los placeres se magnificaron con la exploración de una ciudad que Muniagurria conocía muy bien, y en la que Albertine reconoció lugares muy semejantes a los encontrados en algunas  ciudades ubicadas a la vera del "Camino de Santiago" tantas veces recorrido. El empedrado de las calles, la fachadas de las residencias coronadas por frontones neoclásicos y mediorrelieves representando pájaros, vides y figuras humanas, los grupos de cariátides en las calles menos recorridas y el donaire en el paso distinguido de los transeúntes, le parecieron -en pequeña escala- una reproducción de lo vivido en sus periplos españoles.

Muniagurria comprendía muy bien las impresiones y comentarios de Albertine porque también él era un conocedor avezado de la geografía insular y, como su amada, un ser pronto a establecer las concordancias más certeras entre los diferentes ámbitos de la experiencia. Así, en un atardecer sosegado en las proximidades de la "Plaza Independencia", había expresado:

—Si miras bien aquel campanario situado en la esquina, reconocerás, sin duda alguna, los diseños que coronan muchas iglesias españolas. Hay una ciudad argentina, Corrientes, que tiene uno casi idéntico en una iglesia cercana al río, y que perteneció, hasta mediados del siglo XIX, a la Orden de la Merced. Hasta la orientación es parecida.

—Cualquier lugar del mundo me remite a otros más hermosos, y eso, por el influjo bienhechor de tu compañía -respondió Albertine

Muniagurria sonrió y dijo:

—En eso, como en tantas otras cosas entre los dos, estoy en un todo de acuerdo contigo, querida amiga. Siempre me parece que lo que nos queda por vivir sobrepasará lo vivido. 

La contemplación de los atardeceres desde los restaurantes de lujo, los paseos interminables en los tranvías eléctricos, las cenas en las proximidades del puerto y la búsqueda de antiguos libros españoles en dos locales casi derruidos ubicados en las cercanías de una fuente que representaba una Minerva pensante e imperativa, establecieron los mojones de aquel maravillado peregrinar por las tierras orientales. Durante el último amanecer del viaje, y después de un paseo por los senderos de una plaza iluminada tenuamente por faroles de gas, Albertine confesó a Muniagurria:

—No sé muy bien de que manera podría vivir sin ti. Dime por favor que te sucede lo mismo.

Muniagurria contestó:

—¿Ves aquel palacio? Fue construido por dos arquitectos franceses: Charles Louis Girault y Jules León Chifflot. Es de tres hermanos amigos míos: Félix, José y Hermenegildo Ortiz de Taranco. En él, y si te parece bien, celebraremos el otoño entrante nuestro casamiento. 

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, Literatura, La parisina

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