
CABA
La propuesta de Muniagurria a Albertine -la posibilidad de un matrimonio ubicado en un futuro incierto pero probable- desconcertó hasta al mismo oferente.
Acostumbrado desde muy joven al ocultamiento de las expresiones de la pasión y los sentimientos, la exhibición del afecto y los planes relacionados a una vida compartida, le parecieron, y muy a pesar de sí mismo, de una naturaleza vergonzante y débil.
En esto, como en tantos otros aspectos de la personalidad del argentino, la razón estaba estrechamente ligada a una educación rígida y severa, y a un control interno de todo aquello que pudiese dar una imagen desvanecida de su fortaleza y de su espíritu libre y consolidado.
Albertine recibió con sorpresa y algo de recelo el plan de Muniagurria. Sabía perfectamente -porque también lo había experimentado en algunas ocasiones- que la intensidad del afecto se traduce muchas veces en una efusión precaria y de corta vida y en un abandono de las intenciones iniciales. No quiso derribar con pocas palabras los planes de Muniagurria, y dijo:
- Sería muy hermoso hacerlo, Enrique, y te lo agradezco. Si lo nuestro continua de la misma manera, no veo razón alguna para no concretarlo. Eso sí -agregó con una sonrisa-: el matrimonio y sus festejos aquí, o en la Argentina; la vida en común, en Francia.
Esa misma noche, y en la cama común que compartían en el hotel montevideano, Muniagurria pensó en el tono desabrido y poco enfático de la respuesta de Albertine. Experimentó un principio de vergüenza -sentimiento dictado por su orgullo desmedido- y mucho de rabia hacia sí mismo. Se dijo: "Ni siquiera me dijo 'amor', y en lugar de eso, utilizó el melindroso recurso de llamarme por mi nombre".
El transcurso de los minutos fue apaciguando la tristeza inicial y orientó los pensamientos de Muniagurria hacia un campo diferente: se vio a sí mismo a la edad de Albertine -treinta y cuatro años-. Recordó -de ese tiempo habían transcurrido casi dos décadas- sus propios impulsos juveniles, el espíritu de juego y aventura que había experimentado en las relaciónes con las diferentes mujeres que había conocido, la presunción procedente de las conquistas amorosas y el lejano arrebato de la pulsión en los cuerpos. Entendió la prudencia de Albertine, su sosegada respuesta, y pudo comenzar a dormir.
Dos horas más tarde, la imagen de su amada reapareció en un sueño de bordes imprecisos y amenazantes: Albertine estaba parada a poca distancia de una meseta elevada. Su rostro estaba difuminado por el polvo desprendido por un viento descendente y furioso; en la lejanía sonaba una antigua y conocida canción croata.
Muniagurria despertó al amanecer con un sabor agridulce y contempló el cuerpo de Albertine que dormía: un mechón rebelde velaba la parte superior del rostro; los labios estaban apenas abiertos; todo el poder de la naturaleza se manifestaba en esa mujer que lo amaba a pesar de todas sus defensas y prevenciones.
Muchos años después, y en ausencia de Albertine, recordó incluso aquellos momentos que le habían parecido anodinos y problemáticos. En ese tono descansaría para siempre la lejanísima tarde de su propuesta de matrimonio, y aquel enojo pueril en una noche, ahora, y por siempre jamás, inalcanzable. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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