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9 de octubre de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XXVI

Una visita

Muchos lustros después del romance de Albertine Diesbach y Enrique Muniagurria, un hombre de paso pausado y firme entró al "Cementerio del Père-Lachaise", en París.

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por:
Juan Basterra

En la esquina del Boulevard de Ménimoltant, dos fresnos centenarios, coronados por un follaje otoñal, recibían las últimas aves de la tarde. De una basílica cercana llegaba el sonido de la campana que anunciaba la misa vespertina; el sol, en su sempiterna tiranía, dejaba asomar los rayos de luz bajo el entramado firme y asentado de las nubes.

El hombre caminó hacia el centro del recinto. En la mano derecha, un ramo de orquídeas de un violeta profundo recibía, inerme, la presión de los dedos firmes y longilíneos. Durante el recorrido, el hombre visitó las tumbas de Honoré de Balzac y Marcel Proust. Un sobretodo de tela de tweed cubría la amplia espalda. Los cabellos canos, pero todavía rubios, estaban coronados por un sombrero de confección londinense. El chaleco azulado asomaba debajo de un traje de corte anticuado. La legendaria elegancia de Enrique Muniagurria sobrevivía intacta al paso de los años.

El argentino caminó hasta un sendero lateral cubierto de grava. Unos metros más adelante se detuvo frente a la tumba de mármol que cubría la fosa en la que descansaba, para siempre, el cuerpo de Albertine Diesbach. En la losa vertical de la tumba, el rostro puro y sonriente de la mujer francesa reproducía, en una fotografía protegida por un vidrio grueso, el delicado fulgor que había resumido su breve y firme paso por la existencia. Muniagurria reprimió un sollozo. Tenía ya setenta y ocho años, y era todavía un hombre arrogante, pero pudoroso.

Se descubrió la cabeza; la sombra de un roble cercano ocultó parte de la frente y los ojos humedecidos. El silencio de los pocos transeúntes daba un marco sosegado a todo el conjunto. Muniagurria depositó una carta sobre la tumba. Sobre la carta puso, como soporte, una reproducción en bronce, y en pequeño tamaño, del "Laocoonte" de Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas. Las palabras de la carta eran las siguientes:

Amada Albertine:

Hoy, después de veintisiete años, visito tu sepulcro. Espero que me otorgues la gracia del perdón, al disculpar el largo tiempo de mi ausencia. Creo que conoces muy bien, en ese lugar desde el que me observas, y en el cual moran las almas justas, el amor que te profeso, y al que he sido fiel y leal en todos estos años transcurridos. 

La naturaleza, el hado, o Dios, dispusieron las cosas de esta manera: tu, venturosa y pura, desligada de la tierra y la experiencia; yo, desdichado y arrogante, esperando el momento de nuestro reencuentro. Puede parecer infantil y banal mi deseo. No importa. Prefiero conservarlo así. De no existir ese encuentro final de las almas, nunca lo sabré y mis restos encontrarán la paz y el silencio.

Sigo viajando y escribiendo. La guerra interrumpió, durante muchos años, esas costumbres. Vivo entre París, Bruselas y Buenos Aires. Recorro, siempre, los caminos y lugares que nos fueron familiares. Tal fue tu última voluntad, y a eso me ciño estrechamente. Escribo la novela que cifra tu corta existencia. Espero terminarla en un año.

Prometo (sabes muy bien que no traiciono mis palabras) venir al cementerio todas las primaveras y traer las flores que tanto ama.

Semper et in aeternum.

Enrique Muniagurria.

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, Literatura, La parisina

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