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12 de octubre de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XXVII

La enfermedad

El primer síntoma fue un desvanecimiento leve en la antecámara de la residencia de Muniagurria. Albertine alcanzó a llegar a uno de los sillones individuales que servían de marco a una minúscula biblioteca y dejó caer su cuerpo sobre el almohadón de terciopelo.

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HORACIO DELGUY

por:
Juan Basterra

Los cuadros ubicados en la pared de enfrente devolvían imágenes borrosas y amarronadas. Un dolor persistente ocupaba el lado derecho del cráneo. Los sonidos eran confusos y lejanos. Albertine trató de enderazar el torso claudicante. Con la mano izquierda sujetó el monedero que había extraído un momento antes de la cartera. Pensó confusamente: "es un mareo, solamente eso". Cerró los ojos: las imágenes eran más benévolas que las que provenían de la realidad más próxima.

Al cabo de un momento se durmió y experimentó un breve sueño de contornos amables y precisos: una mujer (ella misma) se asomaba a un acantilado de la costa amalfitana. Las gaviotas y cormoranes sobrevolaban navios que regresaban a puerto. Sobre el azul inmaculado del cielo, el rostro de su madre sobresalía intacto, joven y sano. Enrique Muniagurria desembarcaba de un bote con paso firme y erguido y con una sonrisa en los labios. Albertine despertó. A su lado se encontraba el mayordomo de la casa y una de las cocineras. El primero dijo (Albertine no habría de olvidar nunca sus palabras):

—Hemos llamado por teléfono al señor Muniagurria. También al doctor Olazábal, que vive a pocas cuadras de aquí. ¿Precisa algo para beber?

—Un poco de agua -balbució Albertine-. Me siento mucho mejor.

El desvanecimiento habría de ser el primer síntoma de una enfermedad irreversible, progresiva e incurable de la que Albertine conocería el nombre algunos meses más tarde. Olazábal llegó antes que Muniagurria con un maletín en su mano derecha. Acostumbrado desde muy joven a la intuición de la muerte -y a sus manifestaciones iniciales en el cuerpo de sus pacientes- realizó una primera revisión somera del cuerpo de Albertine y formuló algunas preguntas. En la segunda de ellas, inquirió:

—Las imagenes que dice haber visto, ¿corresponden a algún elemento real de este living?

—Esos cuadros que están enfrente. Eso es lo que vi de color marrón. No podía precisar los marcos. Creo que me estoy -Albertine sonrió asustada- quedando ciega.

—Por supuesto que no -contestó Olazábal-. La ceguera no tiene esos síntomas.

Muniagurria llegó en ese momento. Tenía la respiración entrecortada y el pulso acelerado. Las palabras de su mayordomo en el teléfono le habían parecido de una gravedad inusitada:

—La señorita Albertine no está bien. Se encuentra recostada en el sillón y dice palabras ininteligibles. Cierra y abre los ojos y no puede mantener la mandíbula en su lugar.

En el camino a su casa, y antes de ver a Olazábal y Albertine, el camino recorrido le pareció de una extensión inusitada. Pensó en los siete meses pasados desde su pedido de matrimonio en Uruguay. Los días transcurridos habían sido de una variedad y una riqueza que prometían un futuro venturoso y probable. La vida en común en Francia, los viajes soñados, las innúmeras y siempre esperadas contingencias felices, se convertían ahora -Muniagurria no podía apartar una sombría sensación en su alma- en asuntos sujetos "a natura" y, como tales, azarosos y relativos. Pensó: "Sigo siendo el mismo imbécil de siempre. Un pequeño desmayo y ya presiento lo peor".

El semblante del doctor Augusto Olazábal aumentó el tenor de la angustia.

—Tranquilo, querido amigo -Olazábal quiso atenuar la preocupación que su rostro y su apretón de manos podían producir en Muniagurria-. Esto es una primera aproximación al estado de su novia. Usted sabe: a veces, la distancia del hogar y un entorno distinto pueden generar cuadros como el de hace un momento.

Muniagurria se preguntaba que relación podían tener los factores nombrados por Olazábal con un cuadro severo como el que había sufrido Albertine. Trató de imponerse algo de tranquilidad diciendo:

—Si te sientes mejor, iremos a cenar a lo de los padres de Borges. Hay un "Château Coufran" esperando por nosotros.

—Sí, estoy bien. Mira -dijo Albertine con una sonrisa mientras se levantaba sin ningún tipo de apoyo-. Ya puedo caminar erguida. Y no tropiezo.

Durante los días siguientes Albertine visitó los distintos sectores del Hospital Italiano. Los médicos, practicantes y enfermeros quedaban sorprendidos ante la presencia imponente y altiva de la francesa y, en su fuero interno, pensaban que sus visitas respondían a un conjunto de actos caritativos, que no a exámenes de carácter neurológico. Olazábal estaba desconcertado: su diagnóstico presunto, tumor cerebral en forma de glioblastoma, no encontraba confirmación en los estudios a los que Albertine fue sometida durante cuatro días. La noche posterior al último de los exámenes Albertine y Muniagurria cenaron en un restaurante en las proximidades de Belgrano. Albertine estaba de muy buen ánimo, pero preguntó a Muniagurria:

—Si me llegase a suceder algo, ¿recordarías lo nuestro?

Muniagurria se paró, rodeó la mesa y abrazando a Albertine, susurró en una de sus orejas, después de un beso profundo:

—No te sucederá nada malo. Además, nunca tendré que recordar algo en ausencia tuya. Lo eterno es, y permanece por siempre. 

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, Literatura, La parisina

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