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La parisina, capítulo XXVIII
La montaña
Los meses siguientes a la aparición de los primeros síntomas de la enfermedad en Albertine fueron de una tranquilidad meridiana en la vida de la pareja.
Muniagurria comenzaba a organizar un viaje a Europa. El motivo, conocido de todos, era un intento de escalamiento del "Mont Blanc" por la "Arista de la Innominata", la más arriesgada de todas. Para Muniagurria, la empresa era de realización certera y sencilla; para Albertine, era muy diferente, y eso, por dos motivos principales: el primero era su falta de pericia en el andinismo. Durante su adolescencia había intentado dos escalamientos por la "Arista de Goûter". En ambas ocasiones había fallado. El segundo de los motivos era la amenaza omnipresente de una enfermedad presunta y de alto riesgo. Albertine era partidaria del intento; Muniagurria tenía dudas, pero conocía el carácter bravío de su prometida. A una sugerencia cordial de las ventajas que podía comportar el aplazamiento de la travesía y una estancia reposada y segura en París, Albertine había contestado:
-¿Recuerdas el aforismo de Arthur Schnitzler que tanto nos gusta?: "Tu intuición de lo divino. Crees que es una pregunta que diriges al infinito; pero te equivocas: es el eco que te llega del infinito y, por cierto, la única respuesta que recibirás". Pienso en este momento- dijo Albertine después de una pausa prolongada- que este viaje y el intento de escalamiento pueden ser decisivos en mi vida, y eso, por múltiples razones.
La primera de todas esas razones -motivos que Albertine mantenía en secreto por el espíritu estoico de su propia naturaleza-, estaba relacionada a una premonición: la certidumbre de un futuro acotado y próximo a las desventuras que habían gobernado los últimos años de su vida (las muertes de su madre y del conde von Richthofen). La segunda de las razones era de un orden más prosaico y vinculado a un esnobismo innato : Albertine vivía cada uno de los momentos de su vida como un desafío que solamente encontraba gratificación en la preeminencia individual y social. Por último, la tercera de las razones, era de naturaleza más oscura y lúdica: "Si voy a perder el juego -pensaba-, que sea de una vez y para siempre".
A comienzos de enero de 1924, y en coincidencia con las temperaturas más bajas del decenio en el continente europeo, la pareja llegó a la comuna francesa de Chamonix. Tres días más tarde un pequeño tren transportó al grupo de catorce andinistas y seis guías hasta un refugio ubicado en la base del "Mont Blanc". Albertine se encontraba en plena forma y los problemas sufridos pocos meses antes (con sus secuelas psicológicas y de readaptación) parecían pertenecer a un período geológico de datación incierta y confusa. Albertine misma sonreía diciendo:
-¿Glioblastoma? ¿No habrá sido más bien una migraña?
Muniagurria acompañaba pacientemente cada una de las manifestaciones de Albertine, pero, en el fondo de sí mismo, trataba de ahuyentar los temores padecidos y las últimas palabras del doctor Olazábal antes del viaje a Francia:
-Esté permanentemente atento a cualquier signo visible en la señorita.
La tarde anterior al comienzo del ascenso Muniagurria comunicó a Albertine:
-No subiré, y espero que tampoco lo hagas tú. Podemos ser felices en Bruselas, en Zúrich o en París. No voy a ser responsable de una desmejora tuya. No me lo perdonaría jamás.
-¿Crees que eso puede ayudarme? -preguntó inquieta Albertine-.
-Sí -contestó Muniagurria mirando desde la ventana un trozo de glaciar desprendido-. Tendremos muchos inviernos por delante, y de un rostro más amable y grato que el que nos depara este. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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