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27 de octubre de 2023 | Literatura

La parisina, capítulo XXIX

De los testimonios

Bruselas, 28 de septiembre de 1924.

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HORACIO DELGUY

por:
Juan Basterra

Comienzo a dictar un diario de sobrevivencia. Lo destinaré a describir los postreros momentos de mi amada Albertine. Desearía, con ese afán absurdo que comporta todo anhelo, que pueda servir de recuerdo a su maravilloso paso por la existencia y, si mi pudor lo permite, que constituya el colofón a la novela que, en algún momento y lugar, rendirá homenaje a su amor y mis recuerdos.

A finales de febrero de este año regresamos a París. El ascenso al "Mont Blanc", empresa a la que yo mismo di forma, y de la que pedí a Albertine su interrupción, se constituyó en el último desafío de la vida de una mujer, que por nacimiento, genio y circunstancias estaba llamada a ser algo prodigioso, y al que solamente la muerte, en su hábito silencioso y supresor, podía dar culminación absoluta.

El pasado no existe, se dijo y se escribió en innumerables ocasiones. Es probable que el postulado sea certero y no traicione lo que de verdadero e irrefutable comporta tal sentencia. No importa. Mi alma, mi paz y mi gratitud se deben este examen.

Alguna vez, y en medio de la calma que interrumpía las manifestaciones visibles de su dolor, Albertine me dijo: 

—Creo que amamos nuestro pasado porque nos aleja de la propia muerte, al recorrer, en sentido inverso, el devenir de nuestros años. Muchas veces recuerdo la niña que fui. No puedo precisar los detalles de lo vivido, pero sé muy bien que esa niña está protegida de las vicisitudes adversas en ese lugar en el que se ignoran el porvenir y sus amenazas.

Durante el transcurso de sus últimos meses, y en las pausas del dolor perpetuamente renovado (dolor del que omitiré los detalles en salvaguarda de la propia integridad de mi alma), Albertine dio de sí misma la versión de lo más puro de su existencia: el arrojo en cada una de las acciones de su vida, su generosidad sin pausa y sin medida y la templanza ante los infortunios con que nos gobierna la naturaleza.

Dos semanas antes de su muerte, y antes de ingresar en el período de inconsciencia definitiva, me dijo: 

—Nunca dejes de recorrer los caminos que tanto quisimos. Recuérdame de esa manera.

Los caminos no fueron tantos (entre nuestro primer encuentro y la muerte de Albertine transcurrieron solamente dos años y algunas semanas), pero los agotaré a todos ellos: los reales y aquellos que tanta veces imaginamos y a los que no pudimos dar realidad.

En París visitamos cuatro veces la Place des Vosges. Una tía materna tenía una residencia a pocos metros de lo que fue la casa de Madame de Sévigné. Albertine me indicó una de las hamacas y me dijo una tarde:

—Todavía me veo en ese lugar e impulsada por el ímpetu de mi querida madre. Papá siempre nos decía, a mis hermanas y a mí, que no creciéramos; que permaneciéramos pequeñas y a resguardo de todos los males. ¿Quién hubiese pensado entonces que todo se terminaría tan pronto?

 

Continuará... (www.REALPOLITIK.com.ar) 


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Juan Basterra, La parisina

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