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12 de noviembre de 2023 | Literatura

La parisina, capítulos XXXI y XXXII

De despedidas y recomienzos

París, 2 de noviembre de 1924. Hoy, a casi dos meses de la muerte de Albertine, visité su tumba en el Cementerio del Pere-Lachaise.

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HORACIO DELGUY

por:
Juan Basterra

Es un homenaje póstumo que -lo se demasiado bien-, no podré cumplir en el futuro, y eso, por un motivo certero y contundente: la imposibilidad de establecer un vínculo entre la maravillosa vida de mi amada y el poder destructor de la muerte y su efecto disgregador.

Las hermanas de Albertine me recibieron, hace tres días, en el gran salón de la residencia paterna ubicada en el centro probable de la Rue d'Assas. Ninguna de ellas vive en su antiguo hogar, pero existe la convicción y el juramento mutuo de no vender la propiedad (que será heredada por sus hijos a la muerte de los progenitores). Albertine misma pidió tal disposición testamentaria pocas semanas antes de su muerte.

París sigue hermosa, como siempre. El otoño viste -en su hábito de lustros- los árboles de los bulevares. Desde la ventana de la pieza del hotel en el que me demoro mi estadía, puedo ver, a solamente dos metros, las ramas de un fresno antiguo. Las hojas ostentan, orgullosas, un sutil degradé conferido por el cambio estacional. Como con el fresno, ocurre con mi ánimo: la exaltación de algunas madrugadas y algunos atardeceres (momentos en los que recupero el tiempo vivido con Albertine) alternan con la tristeza y el desánimo que me invade por las noches.

Hace algunos días asistí a una reposición de "Orfeo en los infiernos" de Jacques Offenbach en la "Opéra-Comique". Pensé (con esa melancolía habitual de los "flemáticos") que Albertine hubiese disfrutado del delicado equilibrio entre la historia y la concreción perfecta en cada uno de los intérpretes de la versión. Al regreso de la función fui con un amigo al antiguo edificio del Jockey Club. Para mi sorpresa (sentimiento que, lo sé muy bien, debería estar ausente en mi ánimo) encontré a varios de mis antiguos conocidos.

En una mesa del fondo del salón principal se levantaba -casi indiscernible- la figura legendaria del duque de La Rochefoucauld. Pensé en Proust y las lecciones impartidas en "Le temps retrouvé". La estampa del barón aspiraba a ser lo que antiguamente fue: un hombre erguido en todo la estatura de su orgullo. A un saludo de un conocido, opuso una mirada altanera. Pensé en aquel brío que yo había conocido de joven cuando, en el año 1912, había sido alumno suyo en las clases sobre estética que impartía en la "École du Louvre". El acento dogmático y riguroso que creaba una atmósfera suntuosa en la sala se había transformado en una cosa sujeta "a natura" y, como tal, débil y condenada al olvido.

Unas mesas más adelante, y al pie de la escalera que conduce al segundo piso del edificio, encontré a un antiguo camarada del cuerpo de artilleros en el que revestí durante la Gran Guerra. Nos invitó a sentarnos a su mesa. Advertí -con esa clarividencia que otorgan los años y las experiencias desdichadas- un dejo de tristeza en sus maneras y hasta en el mismo tono desesperanzado de su conversación. Sobre el final de la misma, y después de haber rememorado algunos episodios guerreros de 1917 en las cercanías de la destruida Amiens -episodios por los que se nos condecoraría con la Cruz de Guerra después de la contienda-, mi camarada, de apellido Duchene, me preguntó por Albertine:

- Sé que está algo enferma -Duchene era oriundo de Burdeos y visitaba París cada cuatro meses.

- Murió hace poco más de siete semanas -en mi voz se afirmaba un tono que pretendía ser objetivo-. Nunca pudo recuperarse de la enfermedad impiadosa que ocupó su cuerpo.

- Lo siento mucho -contestó Duchene, incómodo y algo avergonzado-. No sabía nada de eso. Tú sabes que vivo en las afueras de Burdeos y raramente recibo correspondencia. Tampoco leo los periódicos.

- No tengas ningún tipo de culpa o vergüenza -contesté, antes de preguntar: ¿sigues leyendo tanto como antaño?

- Sí. Al menos eso creo -me dijo-. ¿Recuerdas aquellos volúmenes que intercambiamos durante la
guerra?

- Por supuesto -contesté-. Tú me diste un volumen de "Cyrano de Bergerac" en octavo y con tapa de cuero negro y yo te regalé otro de un autor argentino que me gusta mucho.

- Lo leí -Duchene esbozó una sonrisa tímida-. Sabes muy bien que conozco bien el español. Recuerdo todavía el nombre del escritor y el título del libro: Esteban Echeverría y "El matadero". Las descripciones son magistrales. Me recordaron algunos de los desgraciados episodios guerreros que vivimos hace años.

- ¿Te encuentras alguna vez con alguno de nuestros compañeros de guerra?

- Con Villiers y Benoist -me contestó-. ¿Los recuerdas?

- Por supuesto -afirmé-. Eran los más rubios de la compañía.

- Benoist sigue espléndido como siempre. Villiers -Duchene hizo una pausa prolongada- está internado en un manicomio. Perdió toda cordura algunos años después de la guerra. Lo visito todos los veranos y le llevo ejemplares antiguos de "Le Figaro" y algunos libros de salmos. ¿Podrías creerlo? Al verano siguiente los recita de memoria a todos. Eso queda incólume en él.

- Ya ves -le dije-. Solamente nos quedan desdichas.

- No creas -afirmó Duchene-. Tengo una novia espléndida y muy letrada de la que estoy muy enamorado. Tu también lo estuviste. La sobrevivencia de ese afecto debería ser tu talismán.

Capítulo XXXII. De despedidas y recomienzos

París, 20 de diciembre de 1924

Mañana embarco hacia Buenos Aires. La llegada está prevista para el 6 de enero. Abordaré el mismo navío en el que Albertine comenzó su segunda travesía a Sudamérica, el trasatlántico Giulio Cesare , y en el que se dio inicio a nuestra breve historia de amor. Las fiestas de fin de año me encontrarán solo y casi aislado (hay pocos pasajeros en la cubierta, los salones y los camarotes). Es mejor que así sea: tengo pocos deseos de bromas, festejos y deseos de dicha futura. En las bodegas del barco hay varios cofres con muchas de las pertenencias de Albertine: volúmenes de Madame de Sévigné, Balzac, Stendhlan y Proust; vestidos de Worth y Poirot, cajitas musicales coleccionadas desde pequeña, diarios de su vida y un pequeña novela inconclusa sobre la "coronela Delfina", amazona fulgurante y casi desconocida de la historia argentina.

Mi estadía en Buenos Aires será prolongada. Es una necesidad que me debo y me impongo. Tengo ya cincuenta y tres años y desde los 24, en el otoño de 1895, mi vida fue un interminable ir y venir entre Argentina y Europa. He perdido la cuenta de los viajes, las itinerancias y los destinos alzanzados, y pienso, llegado ya es el tiempo de la quietud, la reflexión y los balances. Mis propiedades en Bélgica serán arrendadas a tres propietarios de la zona y controladas por mi fiel amigo Hipólito Vieytes. Desde Buenos Aires viajaré a Tucumán por motivos comerciales y, a mi regreso, intentaré imponer un ritmo sosegado a mi vida. En los últimos diecinueve años he ganado y perdido infinidad de amigos (y esto, no por motivos personales), dilapidado mi tiempo en búsquedas y afanes que, como bien escribió Schopenhauer, nunca obtuvieron el premio presentido y, sobre todos las cosas, no he podido nunca establecer el fin último de mi existencia (en el caso de que tal anhelo sea probable).

Quisiera dar culminación, además, a un antiguo conjunto de sonetos que escribí durante las pausas de la Gran Guerra (en el fondo de las trincheras destruidas por la metralla, los obuses y la acción de los elementos de la naturaleza), y también a la novela sobre algunos aspectos de la vida de Albertine, aquella parisina tan amada por mí y muerta en la plenitud de la vida.

Son tan pocos los meses vividos con ella, y tantas las experiencias y emociones compartidas, que temo no poder dar cumplido testimonio al itinerario pleno de una existencia que, con independencia absoluta de aquello que pudo habernos unido, resumió, como pocos destinos, la intensidad y precariedad de que estamos hechos los seres.

La intención de la novela que comienzo a escribir en estos días, y que espero no sea deudora de todo aquello que Albertine significó, intentará, espero, dar cuenta de todo aquello. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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Juan Basterra, La parisina

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