Lunes 17.02.2025 | Whatsapp: (221) 5710138
12 de julio de 2024 | Historia

Los orígenes

¿Quién era el gaucho?

El 18 de agosto de 1939, la ley 4.756 designó el 10 de diciembre “Día de la Tradición”, en homenaje al natalicio de José Hernández. La sanción implicaba la definición de una virulenta disputa por la apropiación de la memoria social del gaucho entre los relatos hegemónicos de la corriente nacional-popular y del liberalismo cosmopolita y dependiente.

facebook sharing button Compartir
twitter sharing button Twittear
whatsapp sharing button Compartir
telegram sharing button Compartir
print sharing button Impresión
gmail sharing button Correo electrónico

por:
Alberto Lettieri

De este modo, en tanto Bartolomé Mitre había conseguido imponer un canon oficial de interpretación histórica del pasado argentino, a partir de la síntesis entre dependencia económica, hegemonía porteña y urbana y colonialismo cultural, el contexto histórico de los años 30, con la revalorización de las ideas nacionales y el surgimiento del revisionismo, permitió concretar un estricto acto de reivindicación histórica, al consagrar como referente exclusivo de la cultura rioplatense a un actor social rural y popular, cuyo mestizaje significaba la síntesis entre las culturas originarias y la tradición hispánica.

La reivindicación de Hernández y de su alter ego, el gaucho Fierro, como expresión auténtica de la tradición argentina, marcó un hito en el tránsito entre la Argentina del coloniaje oligárquico y la nueva Argentina peronista que se aprestaba a nacer. En realidad, el debate en torno de la naturaleza y características del gaucho entrañaba la disputa en torno de las raíces culturales que se hundían en el pasado, y que debían servir de sedimento legitimante de los modelos de Nación en pugna.

En el marco de la disputa ideológica por la definición de un proyecto político-cultural hegemónico, el liberalismo identificó al gaucho como una expresión de la barbarie que era necesario erradicar como requisito indispensable para la imposición de su modelo civilizatorio. Esteban Echeverría lo presentó como el sujeto característico de su brutal y sanguinario Matadero, con el que pretendió identificar a la sociedad rosista. Alberdi, en cambio, destacó su carácter patriótico y obediente, y sus sacrificios en la lucha por la Independencia y las guerras civiles argentinas; sin embargo, su espíritu libre y su natural indisciplina lo condenaban a ser sacrificado en el altar del progreso. Sarmiento, en tanto, sostenía que su exterminio era la llave para la implementación del proyecto elitista y reaccionario del liberalismo: “Tengo odio a la barbarie popular –le confesaba a Mitre, en carta del 24/09/1861–. La chusma y el pueblo gaucho nos es hostil... ¿son acaso las masas la única fuente de poder y legitimidad? Usted tendrá la gloria de establecer en toda la República el poder de la clase culta, aniquilando el levantamiento de las masas”.

Junto con las lecturas programáticas que aconsejaban la aniquilación del gaucho, el liberalismo porteño insistió en convertirlo en sujeto de una literatura culta, que oscilaba entre la descripción y el prejuicio. Hilario Ascasubi, en su poesía “La refalosa” llegó, incluso, a componer un sujeto literario muy original: un gaucho… ¡antirrosista!, para más adelante dedicarse a una bucólica narración de la vida pampeana en su obra Santos Vega. Estanislao del Campo se inspiró en una representación del Fausto en el viejo Teatro Colón, en 1866, para redactar su sátira Fausto, impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de la ópera, donde su autor se solazaba poniendo en evidencia la ignorancia de la vida urbana y la ingenuidad infantil del gaucho Anastasio, incapaz de distinguir entre la representación teatral y la realidad: “Atrás de aquel cortinao/Un Dotor apareció,/Que asigún oí decir yo,/Era un tal Fausto mentao./-¿Dotor dice? Coronel/De la otra banda, amigaso;/Lo conozco a ese criollaso/Porque he servido con él.”.                                                                                                                      

Las raíces étnicas y culturales del gaucho también fueron puestas en discusión. Para Alberdi, Sarmiento y, más adelante, Lugones, el gaucho era el producto del mestizaje entre blancos e indios. Emile Daireaux, viajero de origen francés, le adjudicó orígenes moriscos: indicando que tras la reconquista española muchos árabes se habían trasladado a la pampa, medio apto para “continuar las tradiciones de la vida pastoril de sus antepasados”. Términos de uso frecuente en la campaña, como “jaguel” (pozo de agua), o bien “chauch” (conductor de ganados), deformada en “gaucho”, tenían ese origen. Esta tesis fue profundizada por Eugenio Tobal (1840-1898), e incluso por Leopoldo Lugones, en su obra El Payador (1916).

Los relatos sobre el gaucho reconocen su punto de inflexión en el poema El Gaucho Martín Fierro, redactado por José Hernández en 1872, desde su obligada reclusión en un cuarto del Hotel Argentino, ordenada por el presidente Sarmiento tras su participación en la revolución fallida del gobernador entrerriano Ricardo López Jordán.

Por entonces, Hernández, tradicional adversario político y literario de Sarmiento, no descartaba que su rival ordenara su ejecución, por lo que se aplicó a inmortalizar a ese gaucho que había conocido desde su niñez, y con quien parecía compartir un destino común. Diferenciándose claramente del relato en clave liberal, Hernández nos presenta a Fierro como un gaucho trabajador de la pampa, que vivía con su mujer y sus dos hijos, a quien la persecución de las autoridades, empeñadas en la destrucción de todo aquello que evocara al pasado nacional de raíz hispánica, va hundiéndolo irreversiblemente en la desgracia.

A través de su extenso poema gauchesco, Hernández recupera la lengua, los modos de expresión, la filosofía de vida, las prácticas y las costumbres del gaucho. Su relato permite revalorizar al gaucho en su propia lengua, e implica un quiebre tajante con las obras precedentes que lo analizaban desde una perspectiva de supremacía cultural y moral. Hernández publicó en 1879 la segunda parte del Martín Fierro (1879), La Vuelta, que, aunque coherente con la anterior, es menos confrontativa y expresa una mayor predisposición a aceptar la irreversibilidad del proceso de cambios.

Si bien ya en el momento de su publicación el Martín Fierro se convirtió en el primer best seller de la literatura argentina, durante mucho tiempo sólo mereció las críticas de una elite literaria que objetaba su reivindicación de un sujeto que expresaba la “barbarie” rural, y la inmortalización de una sintaxis y una forma de vida que debían ser condenadas al olvido. Descalificado por su propia clase, Hernández murió decepcionado por su fracaso como escritor.

El reconocimiento comenzaría a llegar hacia fines del siglo XIX, cuando la Real Academia española consagró al Martín Fierro como el texto fundante de la literatura argentina, puesto que recuperaba los modos de vida y de expresión de un sujeto particular del Río de la Plata. Hasta entonces, concluía, los argentinos se habían limitado a reproducir matrices literarias europeas.

La elite literaria dio por entonces una nueva prueba de su provincianismo cultural, y reivindicó inmediatamente las cualidades de la pluma de Hernández. Años después, Leopoldo Lugones le dedicó su monumental obra El Payador. A partir de entonces, la revalorización del gaucho, y a través de él, de la cultura popular y nacional, no se detendría hasta alcanzar su consagración como tradición oficial de la Nación en 1939. Cuatro años después, la llegada del coronel Juan Domingo Perón a la secretaría de Trabajo permitiría empezar a definir sobre esa clave la matriz de la nueva Argentina. (www.REALPOLITIK.com.ar)


¿Qué te parece esta nota?

COMENTÁ / VER COMENTARIOS

¡Escuchá Radio Realpolitik FM en vivo!