Nacionales
Auge y caída de los sistemas
El lado bueno de la Guerra Fría
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la situación había cambiado de raíz. Ya en las conferencias de Yalta y Postdam y poco después, con el inicio de la Guerra Fría, el mundo se dividió en dos partes: el Este y el Oeste, el comunismo y el capitalismo.
Probablemente, esta etapa que se inició en 1948 ofreció los momentos más fructíferos en la historia de la humanidad en lo referido a distribución de la riqueza, a la difusión del bienestar general, democratización de servicios, etc. En el presente, y observando el proceso desde una perspectiva latinoamericana, es muy difícil entender cómo este edificio de apariencia tan sólida se desmoronó ante la primera brisa.
La Guerra Fría no sólo significó una disputa entre dos bloques militares ideológicamente antagónicos, sino una competencia explícita entre el mundo comunista y el capitalista para demostrar cuál de ellos presentaba un modelo social y de organización política más exitoso. Por esta razón, en el mundo del Este, en el mundo del comunismo, se implementaron procesos de industrialización acelerada y de redistribución de la riqueza, que, tras unos primeros años de sacrificio, permitieron que esas poblaciones que tradicionalmente habían vivido en el atraso y la miseria, con un altísimo porcentaje de campesinado, sumidas en el analfabetismo y expuestas a las enfermedades y las hambrunas, rápidamente mejorasen sus condiciones de vida.
Los niveles de ingreso aumentaron, se garantizó el pleno empleo, las políticas de salubridad se generalizaron, se garantizó la vivienda y los beneficios jubilatorios para el conjunto de la población. El costo de esta mejora drástica en la calidad de vida fue una sumisión a una burocracia muy estricta que carecía de instituciones participativas. Pero en lo que tiene que ver con las condiciones materiales de vida, el cambio era notable. El modelo del Este, el modelo comunista, funcionaba.
Frente a esto, el capitalismo tenía el desafío de demostrar que era sustancialmente mejor que el socialismo, ya que de lo contrario la posibilidad de extensión de la “amenaza roja” por todo el mundo se hacía más latente. ¿Cómo podría hacer el capitalismo –es decir, el sistema basado en la explotación del hombre por el hombre– para fundamentar que era mejor que el sistema comunista, que había mejorado significativamente las condiciones de vida y de trabajo de la población del este de Europa?
La solución que encontró la dirigencia occidental para lograr esto permitió consolidar el sistema a través de su negación. En efecto, a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial y hasta la década de 1980, surgieron los Estados de Bienestar, que eran una suerte de negación del capitalismo. Las nuevas economías occidentales se denominaron “economías mixtas”. Allí la iniciativa económica ya no estaba exclusivamente en el terreno del mercado, sino que ahora el estado, los empresarios y los sindicatos obreros iban a formar un trípode que definía las políticas económicas y la distribución del ingreso.
Durante los años en que funcionó el Estado de Bienestar se elevaron notablemente las condiciones de vida de la población, aumentaron el nivel cultural, la escolarización, la alfabetización y la asistencia social, y también se incrementó la capacidad de ahorro y el acceso a la propiedad entre los sectores obreros. El Estado de Bienestar intentaba preservar al capitalismo de la eventual expansión del comunismo. Pero lo hizo a costa de negar el funcionamiento del capitalismo como tal, poniendo límites a la capacidad y voluntad de los empresarios, fijando tasas de distribución del ingreso, el estado tomó a su cargo el control o el gerenciamiento de muchos servicios sociales y públicos, etc.
Desde la perspectiva de las clases dirigentes de los países centrales de Occidente, la construcción del Estado de Bienestar sólo podía concebirse en el marco de un proceso de reconstrucción de la democracia. Se consideraba que era el único sistema potable para preservar a las sociedades del totalitarismo. En tal sentido, de los distintos tipos de totalitarismo conocidos, dos ya habían sido liquidados –el fascismo y el nazismo–, otro parecía estar en vías de serlo –el franquismo en España–, y sólo quedaba uno que constituía un peligro latente: el stalinismo. La única alternativa que aparecía para estos grupos era la reconstrucción de la democracia, la “educación para la libertad”.
Pero la reconstrucción de la democracia, en realidad, no sólo era respaldada por partidos y grupos burgueses, sino que también contó con un gran apoyo entre los partidos de izquierda de Europa Occidental, cada vez más enfrentados con Moscú, ya que desde la perspectiva de la dirigencia de izquierda europea era suicida ponerse en contra del modelo del Estado de Bienestar y del tipo de sociedad democrática que lo sostenía, puesto que ese modelo de estado había posibilitado que los trabajadores aumentaran significativamente su nivel de vida, sus ingresos, sus posibilidades de acceso a la salud, etc.
Por esta razón, con el paso del tiempo, los partidos de izquierda y los reformistas fueron acercando crecientemente sus posiciones, lo cual resultaba perfectamente lógico, ya que de hecho el Estado de Bienestar era el resultado de una alianza de las fuerzas políticas y sociales que componían las sociedades democráticas.
Aun cuando las nuevas democracias europeas tenían un nivel de redistribución significativo y garantizaban una notable mejora en la calidad de vida y el nivel de ingresos, a partir de la década de 1960 las formas de hacer política característica del sistema democrático experimentaron una nueva crisis, que se ha extendido e incrementado hasta la actualidad. En gran medida, esto se debió al desarrollo que experimentaron los medios masivos de comunicación –sobre todo, la televisión–, que comenzaron a ejercer un influjo decisivo sobre las características de la acción política.
Progresivamente, los grandes escenarios masivos se fueron abandonando, y la política se fue convirtiendo cada vez más en un espectáculo que se sigue por la TV. Si bien los partidos de masas continuaban existiendo, la extendida vigencia del Estado de Bienestar, y los cambios económicos y sociales que éste supuso, fueron limando las diferencias entre las clases.
Si bien los partidos políticos diferían en sus programas de principios y las identidades colectivas que ofrecían, no necesariamente diferían en la concepción común de un modelo de Estado de Bienestar. De este modo, en Inglaterra –o en cualquier otra parte– podía cambiar el primer ministro, el control del gobierno podía pasar del laborismo al liberalismo, pero, de hecho, lo que regía ese Estado de Bienestar era una alianza democrática que en el fondo pretendía sostenerlo como reaseguro frente a una posible expansión del stalinismo.
Paradójicamente, el desarrollo de los medios de comunicación permitió que, a similitud de lo que pasaba en las décadas previas a 1870, la política volviera a convertirse en un escenario. Nuevamente empezaron a aparecer los notables, aunque en este caso no expresaban una autoridad propia, sino que presentaban como propias las variaciones en la opinión pública, viéndose obligados a realizar constantes parábolas para adaptarse a los cambios en el humor colectivo. La línea dura doctrinaria de los partidos de masas se fue desvaneciendo, y los políticos militantes fueron reemplazados por una congregación de analistas políticos, encuestadores, asesores, publicistas, etc., desplegados alrededor de un actor principal que paseaba su humanidad por los nuevos escenarios característicos de la disputa política: la pantalla televisiva.
Esto era así, básicamente, porque en el fondo no había grandes ideas para debatir. Los partidos que sostenían a estas figuras estaban de acuerdo, en líneas generales, en su concepción del estado, de las políticas sociales, la distribución del ingreso, etc. Entonces, todo se centraba en una disputa por el protagonismo, que implicaba el canal de acceso a los cargos y al tesoro público. Este protagonismo se dirimió crecientemente dentro de la lógica del nuevo escenario de los medios de comunicación.
Por eso, a partir de la década de 1960 se incrementó el número de debates televisivos, se multiplicaron los programas políticos, las entrevistas y los careos. En paralelo a la política institucional se montó un escenario parapolítico. Así, las figuras requerían de un respaldo político partidario, pero, a la vez, obtenían un plus a través de su participación en esta nueva escena pública, que eran los espacios de comunicación.
Esta disputa en la escena comunicativa fue personalizando cada vez más la política y permitió generar nuevos liderazgos. Según se ha indicado, este fenómeno reflejaba el vaciamiento de la matriz ideológica que habían tenido, a principios de siglo, los partidos de masas. Al participar juntos e impulsar juntos el Estado de Bienestar, al haber contribuido a crear las democracias después de la Segunda Guerra Mundial, las diferencias que separaban a los partidos que tradicionalmente se habían enfrentado, ahora estaban muy disimuladas o eran directamente imperceptibles.
Además, a medida que pasó el tiempo y que en Europa se fueron concretando los procesos de unificación económica, la creación del Parlamento Europeo, la adopción de una moneda única, etc., las decisiones que se pueden tomar en política interna eran cada vez menores. Cada vez tenían más peso las consideraciones vinculadas con la seguridad a nivel mundial, el escenario financiero, los grandes ámbitos de distribución y de acumulación de capital, la disputa geopolítica, etc. Ya para la década de 1980 quedaba en claro que la diferenciación entre líneas ideológicas partidarias era cada vez más complicada, y que la política estaba cada vez más cautiva de un escenario internacional, pendiente de las acciones de actores políticos, financieros y económicos que no respondían necesariamente a realidades nacionales.
Evidentemente, entre la década de 1960 y la de 1980 se produjo un cambio trascendental en las sociedades occidentales, aunque sus incidencias en el terreno de las prácticas políticas fueron bastante limitadas: el fin de los Estados de Bienestar y su reemplazo por versiones mínimas del estado, inspiradas en las concepciones impuestas por el neoliberalismo. En efecto, el fin de los Estados de Bienestar fue una consecuencia directa de la crisis del mundo comunista. En realidad, los Estados de Bienestar se mantuvieron mientras existió el peligro de una alternativa ideológica y de organización de la sociedad como el que presentaba el bloque oriental. En ese contexto, había un consenso entre dirigencia política, dirigencia sindical y dirigencia económica por actuar de manera coordinada para redistribuir de un modo más equitativo las riquezas sociales con el fin de evitar que el comunismo se expandiera. Pero una vez que quedó en claro que el comunismo iba a entrar en crisis, la alianza que permitía mantener a los Estados de Bienestar demostró que no podría sostenerse. Los sectores capitalistas burgueses pretendieron recuperar inmediatamente lo que habían dejado de ganar en las décadas anteriores.
En ese contexto, los fenómenos de destrucción del Estado de Bienestar, de generación de mayor desigualdad social, de catástrofe social y económica tanto a nivel nacional como regional e internacional, pasaron a ser fenómenos repetidos a nivel mundial. Básicamente, porque en ese momento no había alternativa ideológica ni política posible. El capital se sentía dueño de la situación. Y en esas circunstancias se dedicó a explotar a pleno sus beneficios. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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