Municipales
Un camino no tan conocido
Bicitrip 3: Villa Traful, el río Limay y Paso Córdoba
Tercera entrega de esta saga de crónicas a pedal con un recorrido que se impone como alternativa más exigente a la Ruta de los Siete Lagos: el rondo de 250 kilómetros por caminos de ripio, el miradores y la confluencia de aguas en el límite de Neuquén y Río Negro.
En las dos crónicas anteriores de esta saga de bicitrips hablamos de un lugar transitado por los cicloturistas de Argentina y el mundo: la Ruta 40 a la altura del Camino de los Siete Lagos. La primera refirió específicamente a San Martín de los Andes, uno de sus dos puntos de partida y al que se le pueden dedicar varios días para pedalear solo ahí y en plan cicloturismo. La segunda, en tanto, describió ese recorrido lacustre por 107 kilómetros de carretera desde Villa La Angostura, su otro punto de salida.
Ahora, en cambio, queremos resaltar particularmente un periplo que empezó a instalarse como alternativa más larga y exigente que la de Siete Lagos: la duplica con duros tránsitos en ripio y alturas. Se trata de un trazado que toma la Ruta 40 como plataforma para entrar y salir de los difíciles caminos del denominado Paso Córdoba: las villas Meliquina y Traful con el punto de confluencia de los ríos Limay y Traful como vértice.
Lo usual en esta travesía es salir con la bicicleta desde San Martín de los Andes. Los motivos son varios. El primero: tiene un aeropuerto cerca y permite trasladar la máquina hasta ahí con comodidad. Además, es cómodo y bonito para descansar y arrancar a pedalear al día siguiente. En ese escenario, la mitad de los 50 kilómetros de la primera jornada de actividad la convidará el asfalto de la Ruta 40 con amables subidas y algunas bajadas veloces que permiten redondear un promedio de velocidad cercano a los 20 km/h. Esto ayuda a resolver ese tramo en dos horas, incluyendo una breve pausa para hidratarse e incluso ingerir algún sólido liviano como una banana o frutas secas, aliados indispensables del ciclista de aliento.
Poco antes del Machónico (el segundo de los siete lagos, contando el Lácar de San Martín Andes como el primero) aparece el desvío que nos introducirá en la experiencia del ripio sobre la Ruta 63. Ya no hay tantos vehículos y el silencio patagónico se romperá solo con el viento o un granizo perdido en esa pampa de montaña que se nos va presentando.
Las exigencias comienzan a ser mayores cuando se abandona el asfalto: la Ruta 63 es prácticamente una huella de piedras y polvo sobre un recorrido de cuestas largas y aires secos. El punto final de la primera jornada se empieza a anticipar unos ocho kilómetros antes de llegar: el lago Meliquina va bordeando el camino de ripio en medio de las coníferas de la banquina con sus aguas convidando calma. Y más allá de la cadena de árboles, una pequeña playa se extiende ante la vista del recién llegado.
Villa Meliquina ofrece todo lo necesario para pasar la primera noche: comida y alojamiento. No más de 100 personas componen la población estable. Hay una sola escuela y atiende un único médico el primer jueves de cada mes. Viene del hospital de San Martín de los Andes, ciudad a la que los meliquinenses viajan para llevar sus bolsas de basura, hacer las compras, cargar combustible y pagar impuestos. Es que en Meliquina no hay supermercados ni estaciones de servicio. Tampoco gas, electricidad, agua corriente, cloacas, policía, señal de celular ni carteles en las calles. Por eso, a los lugares se llega sólo por referencias.
La segunda jornada sube la vara de la exigencia: son 86 kilómetros hasta Villa Traful, en su mayoría de ripio y con ascensos prolongados. La gente que circula con autos y camionetas saluda con entusiasmo a los ciclistas. Y los que se ubican en la cima del Paso Córdoba, a 32 kilómetros ya de Meliquina, suelen hacer apuestas sobre la suerte de aquellos pedaleantes que ven trepar la demoledora cuesta viboreante con paciencia de hormiga durante horas. Lo confiesan con mezcla de curiosidad y admiración.
Tras el mirador del Paso Córdoba se abre el tramo más accesible: un descenso largo que acelera el recorrido. Buen aliciente para totalizar los primeros 55 kilómetros de la jornada hasta Confluencia, tal el nombre de ese hito vial y geográfico en el que convergen rutas y también dos de los ríos más significativos de la Patagonia: el Limay y el Traful.
Un chapuzón en las frías aguas de la frontera de Neuquén y Río Negro dan aliento para encarar los últimos 30 kilómetros hacia Villa Traful, ya por la Ruta 65, también de ripio. En verano, estación ideal para aprovechar todos los colores y los olores de la Patagonia, el sol pega duro en la pedaleada y el polvo de los caminos va secando la garganta. Durante varias horas, el tesoro más preciado estará dentro de las cantimploras. Por eso, hay que tener cuidado y echarle un vistazo cada tanto: el ripio hace galopar a la bicicleta y hasta el más duro de los precintos se doblega al primer movimiento brusco. Las piedras sueltas y la marcha cuesta arriba hacen sentir ridículo cualquier esfuerzo, sobre todo si aparece el gran enemigo del ciclista: el viento en contra. En ese contexto, la aridez y la vegetación seca se vuelven perturbadoras, los autos tiznan la cara del pedaleante de polvo y ni los mosquitos se asoman.
Cuatro kilómetros antes de entrar a Villa Traful, por esa misma Ruta 65, está el mirador sobre el lago, al cual se accede a través de una pasarela de madera. Se trata de un balcón panorámico ubicado encima de una pared de acantilados de 100 metros, altura que provoca un imponente efecto de vientos en la cima. Vuelve la vegetación después de una largo tranco.
Los folletos turísticos hablan de Traful como una "pequeña aldea de montaña con mínima alteración del marco natural, casi lo imprescindible para que sus poco menos de 600 habitantes puedan vivir". Más de diez campings bordean el agua y son una gran alternativa cuando el clima acompaña. Un pueblo pequeño, hermoso pero extraño. Cuentan, por ejemplo, que al otro margen del Lago Traful hay pinturas rupestres de los tehuelches que vivieron en el lugar hace 600 años, aunque su acceso no tan es sencillo. Más visible es el huillín, un mamífero particular que no coinciden en apodar "nutria de río", "gato de río", "lobito de río" o "tigre del agua", y que ilustra el escudo del Parque Nacional Nahuel Huapi como forma de concientizar sobre el peligro de extinción al que fue sometida por la voraz industria peletera.
Después de la tercera noche de descanso en la Patagonia, comenzará el tercer y último día de pedaleo: poco más de 100 kilómetros de vuelta a San Martín de los Andes. Los primeros 30 son sobre la misma pedregosa Ruta 65 que nos trajo desde Confluencia hasta Traful, entre cuya arboleda se asoman el resplandeciente azul del lago y también carteles de señalética amarillos llenos de perdigonazos (una postal característica de esos caminos). A la derecha, una pared de montañas pronunciadas que terminaban en el marrón grisáceo de sus cumbres desheladas bordea ese camino hasta la Ruta 40.
Al cabo de tres horas de trajín, aparece la 40 con su historia, sus lagos y su sonido. Porque el pavimento tiene música: al rodarlo, se orquesta una sinfonía con las ruedas acelerando sobre el cemento. Las exigentes trepadas a 5 km/h son parte del pasado y todo se vuelve más amigable. Los lagos se suceden uno detrás del otro al costado de esa ruta emblemática, con sus espejos de agua, sus cumbres boscosas y sus paisajes alucinantes. Terminaremos otra vez en San Martín de los Andes. Lugar en el que se iniciará el próximo viaje: el cruce de la Cordillera hasta Chile, con la localidad balnearia de Pucón como destino final. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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