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20 de enero de 2025 | Historia

Siglo XX

Los espartaquistas. Nacimiento y fin de una utopía

Hacia la finalización de la Primera Guerra Mundial, el éxito de la Revolución Rusa provocó el pánico entre las clases dirigentes occidentales, que temían que su ejemplo se extendiera a sus propias naciones. Más aún, teniendo en cuenta que, debido a la situación de guerra, los trabajadores, obreros y campesinos estaban armados.

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por:
Alberto Lettieri

En ese contexto, las dirigencias occidentales tenían dudas sobre la continuidad de su obediencia a las directivas impartidas por sus jefes, designados por autoridades que manifestaban algún tipo de alianza con las clases propietarias, o si iban a responder a sus intereses de clase, aprovechando la situación excepcional de estar armados para darse sus propios jefes y llevar adelante un proceso revolucionario. La respuesta que se le dio a esta cuestión constituyó el punto de partida para el nacimiento del nazismo.

De acuerdo a los análisis previos –que se venían haciendo desde la segunda mitad del siglo XIX en adelante–, los teóricos habían sostenido que el lugar ideal para el desarrollo de la revolución proletaria no era Rusia sino Alemania, donde a partir de 1870 se había constatado un fabuloso desarrollo de las fuerzas productivas y sociales. Era el lugar en el que los obreros estaban mejor organizados sindicalmente, tenían mayor conciencia de clase y contaban con partidos de masas. Las dos potencias industriales más importantes a fines del siglo XIX eran Alemania y Estados Unidos. Los pensadores de la época descartaban la posibilidad de una revolución socialista en los Estados Unidos, ya que la prodigalidad de su economía era tal, que quien llegaba un día como inmigrante al siguiente podía convertirse en un millonario. Pero no sucedía lo mismo en Alemania, ya que en este caso esa industria moderna, ese desarrollo de la conciencia de clase, los partidos de masas y los sindicatos clasistas, convivían con una situación de sobreexplotación de las masas trabajadoras.

Hacia fines de 1918 apareció el primer síntoma que parecía anunciar que los diagnósticos de una revolución socialista en Alemania no estaban errados, al producirse la rebelión espartaquista, impulsada por un grupo socialista radicalizado cuyos principales dirigentes habían sido encarcelados por oponerse a la guerra mundial, adoptando el nombre del líder de la rebelión de los esclavos en la Roma clásica.

Los espartaquistas plantearon un plan orgánico de acción revolucionaria, que incluyó la amnistía para todos los adversarios a la guerra, civiles y militares, la abolición del estado de sitio, la anulación de todas las deudas de guerra, la expropiación de la banca, minas y fábricas privadas, y también de la gran y mediana propiedad rural, la reducción del horario laboral y el aumento de salarios, abolición del código militar y la elección de las autoridades militares por parte de delegados elegidos por los soldados, la eliminación de los tribunales militares y de la pena de muerte y de los trabajos forzados por delitos civiles y militares, la entrega de alimentos y bienes de consumo básico a los trabajadores, través de sus delegados, la abolición de títulos y propiedades nobiliarias, incluyendo la destitución de todas las dinastías reales y principescas.

Para la realización de este programa se convocó a la constitución de soviets de obreros. La revolución en Alemania avanzaba de la periferia al centro. Ante esta el programa espartaquista apuntó a asestar un golpe mortal a la guerra y la política del gobierno imperial. Los delegados revolucionarios se constituyeron en la capital como Consejo Obrero provisional. Allí los sectores más radicalizados organizaron una intensa agitación callejera, convocando a una insurrección general. Esta posición fue combatida por los bolcheviques, quienes juzgaron imprescindible para el éxito de la revolución la convocatoria previa de una huelga general, en cuyo transcurso se realizaran manifestaciones armadas que demostraran el poderío del movimiento, para recién posteriormente apuntar a la toma del poder.

La insurrección fue precedida por declaraciones parciales de huelga general en diversas ciudades industriales alemanas, donde se conformaron soviets de obreros en todas las fábricas, y se consolidó hacia fines de 1918 cuando los marinos destinados en el puerto de Kiel se amotinaron, negándose a aceptar las órdenes de combate del Estado Mayor alemán, y avanzaron sobre las calles de la ciudad. Luego de superar la represión policial, recibieron el respaldo de los trabajadores. Rápidamente los soviets de obreros y marinos articularon su acción, e impusieron sus decisiones a las autoridades estaduales.

El movimiento insurreccional se esparció por todo el territorio alemán como una mancha de aceite. Los consejos de obreros y soldados tomaron el control de Wilhefunsharen, Bremen y Hamburgo, en la costa, para luego avanzar sobre el interior de Alemania (Dusseldorf, Baviera, Halle, Hahan y Leipzig). En un gigantesco movimiento de pinzas, la revolución avanzaba de la periferia hacia el centro. En vista del curso de la marcha de los acontecimientos, los líderes moderados y conservadores, y los sindicalistas reformistas, con un olfato político sutil, advirtieron que resultaba indispensable sacrificar al Kaiser Guillermo II y al régimen imperial para impedir la victoria de la revolución, y presionaron incansablemente al canciller hasta obtener su renuncia, el 9 de noviembre de 1918. El dirigente conservador Konrad Haenisch justificaba su posición del siguiente modo: “Se trata de la lucha contra la revolución bolchevique que asciende, siempre más amenazante, y que significaría el caos. La cuestión imperial está estrechamente ligada a la del peligro bolchevique”.

“Es necesario prescindir del emperador para salvar al país. Esto no tiene absolutamente nada que ver con ningún dogmatismo republicano”.

En un primer momento, los revolucionarios parecieron ganar la apuesta. La represión no consiguió frenar el incontenible movimiento de masas que se adueñó de Berlín, dirigiéndose a las cárceles para liberar a los presos políticos. Sin embargo, la potencia de la base no guardaba relación con la debilidad de la dirigencia revolucionaria, trenzada en disputas internas encubiertas bajo diferencias conceptuales y teóricas. En efecto, una vez tomado el control de la ciudad de Berlín, los revolucionarios debieron afrontar el dilema de organizar su poder, generando nuevas instituciones y relaciones sociales. ¿Estaba madura Alemania para intentar una revolución proletaria? ¿Las fuerzas de la burguesía y sus aliados estarían dispuestos a aceptar mansamente su derrota?

Más allá de las declaraciones grandilocuentes y los gestos desaforados de los dirigentes espartaquistas, arengando a los revolucionarios desde los balcones del palacio imperial, saludando el nacimiento de la república socialista, la situación era sumamente confusa. La burguesía alemana, mucho más vigorosa que la soviética, contaba con un cuerpo de oficiales ágil y disciplinado, y con una dirigencia política madura que, compartiendo la caracterización de Haenisch, no dudó en convocar a los sectores reformistas, mayoritarios dentro de la socialdemocracia, para formar parte del gobierno provisional, ofreciendo la cancillería a su máximo líder, Friedrich Ebert. El reformismo socialdemócrata se había negado a imaginar una solución para Alemania articulada en torno al concepto de dictadura del proletariado, y era consciente de que la victoria de las tendencias radicalizadas del socialismo significaba su propia declinación política.

Por esa razón, desde un primer momento se había opuesto al programa espartaquista y, una vez iniciada la revolución, habían debido respaldarla de manera condicionada, para no quedar marginada del proceso histórico. Sin embargo, su interpretación del proceso revolucionario era coincidente con la que hacían las fuerzas de la derecha política y económica, juzgándola como un emprendimiento que, manipulado apropiadamente, podría limitarse a corregir los aspectos más obsoletos y reaccionarios del Imperio de los Hohenzollern, sin implicar un cambio drástico en la estructura social alemana. Además, en caso de que el trazado de un dique de contención a las fuerzas revolucionarias resultase exitoso, los beneficios que los políticos reformistas podrían extraer de ello eran muy atractivos.

Por esa razón, mientras que los revolucionarios se paseaban nerviosamente por las calles de Berlín, intentando articular soviets y comités capaces de sentar las bases del nuevo régimen alemán, la burguesía alemana, buena parte de la oficialidad y los políticos socialdemócratas reformistas, y el centro autotitulado “progresista y republicano”, abordaban la tarea de desarticular el movimiento revolucionario. Desde los sectores más conservadores se organizan grupos de choque callejeros, los “anti-bolchevique”, financiados por el gran capital germano, que descargan su propaganda y su acción violenta sobre los revolucionarios. Desde la cancillería, la socialdemocracia presionó a los independientes y a los espartaquistas para que abandonasen las imprentas expropiadas a los grandes editores, donde publicaban su prensa diaria, recurriendo crecientemente al auxilio de los jefes militares leales y los grupos parapoliciales para reprimir a los revolucionarios.

También se intentó boicotear el funcionamiento de los soviets, mientras se confirmaban a todos los funcionarios estatales heredados de la etapa imperial y dispuestos a colaborar con el régimen, a fin de consolidar la situación. En el terreno laboral, los sindicalistas reformistas sumaban nuevos elementos de consenso, al firmar acuerdos con las patronales que otorgaban reivindicaciones salariales para los obreros

Frente a la ofensiva descargada, las fuerzas revolucionarias no consiguen resistir. Desde la URSS se juzga que los dirigentes espartaquistas padecen de un “infantilismo izquierdista” que los coloca al borde del abismo. En realidad, su limitada capacidad organizativa les impidió consolidar una sólida fuerza político-institucional con la rapidez necesaria, y se encontraron a menudo jaqueados entre las presiones de sus bases y la ofensiva gubernamental y parapolicial. A medida que el régimen provisional se consolida, la represión aumenta. Finalmente, el 15 de enero de 1919, se asiste a un baño de sangre planificado por la dirigencia socialdemócrata, que junto con numerosos revolucionarios anónimos cobró la vida de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. Al día siguiente, el gobierno cierra el diario Bandera Roja. De a poco, el gobierno se consolida, mientras los Consejos son despojados de su poder. Del 20 al 23 de enero se producen huelgas de protesta por el asesinato de Luxemburgo y Liebknecht. El 3 de marzo se declara la huelga general en Berlín, pero, finalmente, el gobierno declara el estado de sitio que continuará hasta fines de ese año; las autoridades alemanas pudieron frenar a duras penas la revolución espartaquista, su régimen político se hundió. El emperador abdicó, y los gobiernos provisionales se sucedieron, hasta que en 1919 se consiguió fundar una república parlamentaria, la República de Weimar, denominación que hacía referencia a la ciudad en la que se habían firmado los acuerdos que le dieron origen. (www.REALPOLITIK.com.ar)


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