
Pelota dividida
A principios de 1918, los primeros batallones norteamericanos se enfrentaron con las tropas de las potencias de Europa Central, precediendo la llegada de más de 2 millones de efectivos que aseguraron en poco tiempo la derrota de la Alemania imperial y sus aliados.
En líneas generales, los historiadores norteamericanos han considerado tanto esta participación en la Gran Guerra (1914-1918) cuanto el anterior conflicto con España, en 1898, como puntos de ruptura dentro de una estrategia internacional basada en los preceptos aislacionistas de George Washington. Sin embargo, algunos autores han afirmado que, desde mediados del siglo XIX, los Estados Unidos iniciaron una marcha acelerada para convertirse en una potencia mundial, utilizando una estrategia diferente a la empleada por los imperialismos holandés, francés o británicos, a partir del siglo XVII. De este modo, en el caso de los Estados Unidos -y también en el de Japón-, no se habría buscado obtener un dominio directo de nuevos territorios, sino un control indirecto, fundamentalmente financiero y comercial, que les garantizase el acceso a materias primas baratas y nuevos mercados en el exterior, una vez concluido el proceso de colonización de las últimas tierras libres en el continente norteamericano.
Sin dejar de ser sugestiva, esta caracterización del “imperialismo norteamericano” nos hace dudar de su originalidad, ya que si bien constituye una forma de dominación de nuevo cuño –si lo comparamos, por ejemplo, con el imperio colonial español–, no quedan tan en claro sus diferencias respecto de las características del “viejo” imperialismo inglés a lo largo del siglo XIX. Es harto sabido que el imperialismo inglés combinó la dominación política directa –colonias o protectorados–, con la informal –v.g., prácticamente toda América Latina y fundamentalmente, Argentina y Uruguay–, con el fin de obtener materias primas y alimentos baratos y asegurarse mercados para la colocación de sus productos industriales.
En el caso norteamericano sucedió algo similar. La política comercial de “puertas abiertas” en China no marcó la pauta de su relación con otras naciones, ya que durante el siglo XIX y la primera parte del siglo XX, los Estados Unidos no renunciaron a la apropiación de territorios de los países vecinos –salta a la vista el caso de México, que fue despojado de más de la mitad de su antiguo territorio–, el establecimiento de bases militares en diversos países –como Cuba o Puerto Rico–, el emplazamiento de protectorados –Filipinas–, o bien la reserva del derecho de reconocimiento de los gobiernos en prácticamente toda la América Central. Los postulados de la doctrina Monroe, pronunciada en 1823, y la interpretación formulada por el presidente Theodore Roosevelt en 1904 (Corolario Roosevelt) no sólo definieron a América Latina como ámbito territorial sometido a la influencia exclusiva de los Estados Unidos, sino que cuestionaron la capacidad de autogobierno de los latinoamericanos, y postularon el derecho –e incluso el deber moral– de los Estados Unidos de intervenir militarmente para corregir sus “desaciertos”, juzgando que ellos podrían significar una amenaza para la seguridad estratégica norteamericana.
A la luz de estos elementos, no resulta posible aceptar sin más trámite el argumento del “aislacionismo”, tan caro a la diplomacia norteamericana. Por el contrario, según ha advertido con sutileza Raymond Aron, las relaciones exteriores han significado un área prioritaria para la acción política de los Estados Unidos, incluso desde antes de su independencia, que les permitió consumar tanto su propia revolución como prácticamente un siglo y medio de vida independiente sin mayores sobresaltos, a excepción de los breves conflictos mantenidos con Inglaterra, en 1812, y México, entre 1845 y 1848. Más aún, los estudiosos ingleses han considerado que, tras la apariencia errática y contradictoria de su estrategia internacional, subyacía un astuto maquiavelismo, que les habría permitido superar su situación semicontinental inicial, para convertirse en la primera potencia mundial en la primera mitad del siglo XX.
En realidad, la combinación de ambos elementos -”aislacionismo” y “maquiavelismo”- parecen haber jugado un papel esencial en el diseño de la política exterior de los Estados Unidos a lo largo de su historia. Esto es rigurosamente así en la primera mitad del siglo XX, cuando los Estados Unidos consiguieron acceder a una situación hegemónica en el mundo occidental, y nos ofrece una clave de lectura para tratar de interpretar la política exterior norteamericana hasta el presente. (www.REALPOLITIK.com.ar)
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