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7 de abril de 2025 | Opinión

El desencanto político

Legalidad sin legitimidad: El síntoma de una crisis profunda

En "El misterio del mal", un texto del filósofo italiano Giorgio Agamben, se analiza la renuncia de Benedicto XVI y propone una visión escatológica del pensamiento de la Iglesia Católica.

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por:
Emilio Rodríguez Ascurra

En su análisis, Giorgio Agamben retoma la obra "La ciudad de Dios" de San Agustín para abordar la tensión entre lo legal y lo legítimo, un dilema que trasciende la teología y resulta central para comprender los problemas políticos contemporáneos.

Si bien su estudio parte del ámbito religioso, el planteo de Agamben resuena con una actualidad ineludible en la Argentina de hoy. La irrupción de un nuevo espacio político en las elecciones de 2023—una fuerza que hasta entonces contaba apenas con dos diputados por la Ciudad de Buenos Aires—no es solo un fenómeno electoral, sino la manifestación de una crisis estructural de legitimidad. La sociedad, en su conjunto, ha firmado el diagnóstico de que nuestras instituciones atraviesan una profunda crisis, y paradójicamente, el triunfo de esta nueva fuerza política se dio en el mismo año en que la democracia argentina celebraba sus 40 años desde su recuperación en 1983.

Esta aparente contradicción nos obliga a mirar con ojo crítico aquellos problemas que no han sido resueltos o que, más bien, han demostrado ser estructurales. Desde el regreso de la democracia, la pobreza estructural ha oscilado en torno al 30 por ciento, con períodos de mayor o menor intensidad, pero sin resolverse en el largo plazo. La falta de respuestas a estas problemáticas ha generado una erosión progresiva de la legitimidad del sistema político, más allá de su legalidad incuestionable.

Agamben nos advierte que la crisis de las instituciones no radica en su legalidad. Desde 1983 hasta la actualidad, todos los presidentes han sido electos democráticamente, al igual que legisladores, gobernadores y otros cargos representativos. Sin embargo, la crisis que enfrentamos es la de la legitimidad. En otros tiempos, el voto no solo otorgaba legalidad a un gobierno, sino que también lo legitimaba. Hoy, ese vínculo se ha roto.

El problema radica en que quienes alcanzan cargos de responsabilidad no siempre implementan soluciones a los problemas estructurales de la democracia y, en algunos casos, terminan convirtiéndose en parte del problema. Así, los ciudadanos, cansados de promesas vacías, ven en cada elección una oportunidad de cambio que rara vez se concreta. Parafraseando una célebre frase podríamos decir: les hablamos con nuestras necesidades y nos respondieron con relatos. Relatos vacíos, sin contenido ni propuestas concretas para solucionar los problemas que se denuncian.

Agamben señala que las instituciones no están deslegitimadas porque han caído en la ilegalidad; más bien, la ilegalidad se ha extendido precisamente porque las instituciones han perdido su legitimidad. En otras palabras, cuando el sistema político deja de ser percibido como justo y representativo, la norma pierde fuerza y las reglas son sistemáticamente transgredidas sin que ello genere consecuencias reales.

Cuando una sociedad entra en crisis tanto en su legalidad como en su legitimidad, lo que sigue es una especie de anarquía institucional: nadie sabe con claridad quién toma las decisiones, quién rinde cuentas por ellas y quién se hace cargo de los problemas concretos. Ante esta incertidumbre, la sociedad busca alternativas fuera del sistema tradicional, confiando en actores emergentes como organizaciones sociales o nuevos liderazgos políticos que prometen soluciones drásticas.

Este contexto exige una profunda autocrítica tanto de la dirigencia política como de la sociedad en su conjunto. La clase dirigente ha fallado por su falta de visión en la toma de decisiones estratégicas. Pero los ciudadanos también debemos reflexionar sobre nuestra tendencia a rechazar proyectos de largo plazo en favor de soluciones inmediatas que, en muchos casos, terminan siendo ilusorias

Para superar esta crisis de legitimidad, es imprescindible recomponer el vínculo entre legalidad y legitimidad en la toma de decisiones. Esto solo será posible si la sociedad está dispuesta a un cambio real, aunque angustiante por momentos, y si la clase política deja de lado la palabrería vacía y concreta las reformas necesarias. Del mismo modo, los nuevos actores políticos deben evitar caer en los vicios de la vieja política si realmente aspiran a construir algo diferente.

En "El misterio del mal", Agamben sostiene que una sociedad solo puede funcionar si la justicia no queda reducida a una idea impotente frente al derecho y la economía, sino que se expresa políticamente en una fuerza capaz de equilibrar los principios en tensión. Aplicado a la Argentina, este concepto nos interpela: ¿podemos construir un sistema político que recupere la legitimidad perdida sin caer en extremos autoritarios o soluciones mágicas?

La historia nos ha demostrado que las crisis de legitimidad pueden ser el caldo de cultivo para liderazgos mesiánicos o movimientos disruptivos que, en el afán de destruir lo viejo, terminan generando nuevos problemas. Pero también pueden ser una oportunidad para una regeneración democrática real. La pregunta es si estamos dispuestos a enfrentar ese desafío con la madurez que requiere el momento histórico.

Si algo nos deja la lectura de Agamben es que la legitimidad no se recupera con discursos ni con golpes de efecto, sino con hechos concretos que demuestren a la sociedad que el sistema político es capaz de responder a sus demandas. Mientras eso no ocurra, la crisis de legitimidad seguirá profundizándose y el desencanto con la política será cada vez mayor.

La Argentina, en sus 40 años de democracia, ha demostrado una resiliencia admirable. Pero la historia no avanza en línea recta: el desafío hoy es evitar que la desilusión se transforme en desesperanza y que la falta de legitimidad nos arrastre a escenarios aún más inciertos. Como sociedad, debemos decidir si queremos seguir asistiendo a la misma obra de siempre o si estamos dispuestos a escribir un guion distinto.

 

(*) Emilio Rodríguez Ascurra es licenciado en Filosofía.


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