El biólogo y ensayista Eduardo Wolovelsky analizó en RADIO REALPOLITIK FM el experimento de la cárcel de Stanford, realizado en 1971 por Philip Zimbardo, y advirtió que sus conclusiones siguen siendo inquietantemente actuales. Según explicó, el estudio buscó comprender “qué pasa cuando un individuo está inserto en un cierto marco social” y si las conductas violentas responden a decisiones personales o al “propio marco institucional”.
Wolovelsky detalló que Zimbardo seleccionó a 24 personas “con educación universitaria, sin mayores características que podrían inducir a que asuman un rol malicioso”, a quienes se les asignaron aleatoriamente los papeles de prisioneros y guardianes. “Nadie sabe qué rol le va a tocar”, remarcó, y subrayó el realismo del montaje: “Manda detener por la policía real a 12 de las 24 personas”, mientras que a los guardianes se les dio vestimenta especial y anteojos oscuros “para que no haya interacción visual”.
Según relató, el primer día transcurrió con relativa calma, pero “a la primera desobediencia el experimento empieza a escalar y empiezan los maltratos”. Esos abusos incluyeron “humillaciones, insultos, humillaciones físicas sin ser golpes terribles”, castigos con la comida y situaciones degradantes. El proceso fue tan rápido que, en apenas cinco días, “el nivel de maltrato físico era enorme”, al punto de obligar a suspender la experiencia.
Uno de los aspectos más perturbadores, señaló Wolovelsky, fue la pérdida de identidad y responsabilidad individual. “Los prisioneros dejaron de llamarse por su nombre, empezaron a llamarse por el número”, y uno de ellos, aún pudiendo retirarse, no lo hizo hasta que “le tienen que explicar que es un experimento, que la cárcel no es real”. Para el biólogo, allí aparece lo que Zimbardo denominó “El efecto Lucifer”: cómo “personas buenas en otros ámbitos pueden convertirse en personas con actos profundamente maliciosos”.
En ese sentido, Wolovelsky sostuvo que el problema excede el laboratorio y se proyecta sobre la vida cotidiana. “Renunciamos a nuestra responsabilidad individual y pasamos a ser parte de la maquinaria”, afirmó, describiendo cómo muchos se refugian en el rol institucional para justificar sus actos: “Yo no tengo nada que ver”. Para él, esta lógica se repite en organismos públicos, fuerzas de seguridad y estructuras burocráticas donde “nadie se siente responsable de dañar a otro”.
Finalmente, advirtió que este mecanismo constituye “uno de los mejores indicios del quiebre de cualquier perspectiva democrática real”. “Una democracia real implica que hay leyes que se respetan y principios morales que se respetan”, afirmó, y alertó sobre el riesgo de una sociedad donde los individuos se amparan en la institución “para cometer actos irresponsables o directamente actos maliciosos que sabemos a priori que dañan y no nos importa”. (www.REALPOLITIK.com.ar)